El lugar donde nacemos es algo accidental. Así como no elegimos a nuestros padres, tampoco podemos decidir nuestro lugar de origen. Tanto la herencia genética, como la cultura que recibimos de nuestra familia y la sociedad donde crecemos, determinarán en gran medida quiénes somos. En lo biológico, el color de nuestra piel, cabello y ojos, la estatura y, entre otras características, la probabilidad de ciertas enfermedades, han sido definidas desde que tiene lugar la recombinación genética tras la concepción. Al menos unas diez mil generaciones de ancestros de la misma especie, cuyo origen se ubica en África, se expresan en cada uno de nosotros. Para que los genes de esos antepasados llegaran a lo que hoy conocemos como Guatemala, primero tuvieron que salir de África hacia el Medio Oriente hace unos 125 mil años, luego tuvieron que atravesar toda Asia hasta llegar al Lejano Oriente hace unos 30 mil años, y empezar a poblar el continente americano hace unos 20-15 mil años. Esto para los que tenemos herencia indígena. Para los que también tenemos genes provenientes de Europa, se estima que el Homo Sapiens arribó a ese continente hace unos 40 mil años y, eventualmente, se mezcló con los Neandertales que ya habitaban dicho territorio incluso con anterioridad a la aparición de nuestra especie.
En lo cultural, la historia es similar. La forma en la que hoy entendemos el mundo que nos rodea, y navegamos en él, es el producto de decenas de miles de años, a partir del surgimiento del lenguaje que permitió a nuestros ancestros acumular y transferir conocimientos de una generación a otra. Es la palabra la que da origen a las abstracciones de la colectividad, que las primeras expresiones del sentimiento religioso ayudaron a cohesionar. La palabra, primero hablada y luego la escrita, no solo es una producto cultural sino que también genera cultura; permite crear y compartir modelos mentales, como la “comunidad imaginada” llamada nación, a la cual creemos pertenecer irremediablemente.
El idioma que hablamos predominantemente en Guatemala, el castellano, es fruto de migraciones, invasiones y conquistas, primero en la Península Ibérica y luego en América. Su predominancia se debe también a imposiciones, por medio de burocracias y leyes de los Estados nacionales, tanto de la Corona española como la República guatemalteca. Hasta hace muy poco –en escala evolutiva–, esos Estados no existían. No obstante, son ellos los que han definido territorios por medio de fronteras y han creado símbolos patrios para cohesionar a la población que habita dichos espacios. Banderas, himnos, ejércitos, mitos y rituales políticos –que ahora sustituyen a los religiosos–, son la infraestructura que configura la identidad nacional, que muchas veces choca con otras identidades más arraigadas, por antiguas o mejor cohesionadas por otros tipos de marcadores culturales.
Ciertamente, las identidades se construyen pero no en el vacío. Si bien no existen esencias primordiales, hay raíces históricas que sirven como materia prima para las élites que impulsan ciertas identidades y luego las movilizan a su favor, mientras rebajan el perfil de otras que les resultan incómodas o inconvenientes. En Guatemala pareciera que la identidad nacional se contrapone a la étnica, especialmente a la denominada maya. Sin embargo, como dije antes, “lo maya” puede servir como punto focal para dar más sustancia a la identidad de “lo guatemalteco”, así como en México se utiliza “lo azteca” para fortalecer la identidad mexicana –la nacional.
Hace algunos años desarrollé la intuición de cómo el Estado guatemalteco ganaría más legitimidad si lograra acomodar las diferencias étnicas y culturales de su población, de manera justa, con atención especial al reconocimiento de los pueblos indígenas que habitan el territorio. No sé si la élite política está preparada para ello. A lo mejor con el nuevo b’ak’tun.
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