El álbum Kill’em all (1981) es el punto de partida de un grupo que empezó durmiendo en el piso y eligiendo los estudios de grabación más baratos posible. Ride the Lightning (1984), su segundo disco, es considerado su mejor producción, que incluye canciones como Fade to Black, el inicio de la combinación de riffs muy pesados y sonidos acústicos que luego serían el sello de la banda. And Justice for All (1988) contiene One, a mi gusto una de las mejores canciones del heavy metal.
Darkness, imprisoning me.
All that I see,
absolute horror.
I cannot live.
I cannot die
trapped in myself…
Sin embargo, su quinto álbum de estudio, Metallica (1991), el álbum negro como se lo conoce en español, fue su catapulta a la fama y es considerado el verdadero hito en el estilo de la banda. Enter Sandman, Nothing Else Matters, Of Wolf and Man y Sad but True fueron éxitos casi instantáneos. Quinientas mil copias fueron vendidas en la primera semana y más de 25 millones en los últimos 24 años.
Para no pocos radicales del heavy metal, Metallica es apenas un ícono comercial que ha sabido venderse adecuadamente y no representa la medida de agresividad que debe caracterizar al género. Guardando las distancias, estas críticas a partir del álbum negro se parecen a lo que Pérez Reverte llegó a decir de Los Tigres del Norte luego de La reina del sur: que se están «amariconando» un poco.
Por supuesto, Load (1996), Reload (1997) y la propaganda proestadounidense de canciones como The Day that Never Comes alimentan esas críticas. Pero nada como escuchar a Shakira versionando Nothing Else Matters para darles absoluta razón y desear concluir que son lo peor que le pasó al heavy metal. Sin embargo, y obviando el torpe video que acompaña a su versión de la canción tradicional irlandesa Whisky in the Jar, incluida en Garage (1998), hay que concluir que el género no sería lo mismo sin ellos.
Tal vez Metallica alcance la redención para algunos de los radicales del metal a través del poderoso discurso de los ocho minutos de All Nightmare Long, quinta canción de Death Magnetic (2008), que parece volver a los orígenes.
Hablar de Metallica me lleva al recuerdo de la fachada de una casa colonial casi arruinada en el centro histórico de Quito, cerca de la calle La Ronda, la tarde de un sábado al final de los años noventa del siglo pasado. El edificio era un palacete que sin duda conoció siglos de pasados esplendores, pero entonces su derruida fachada —hoy un hotel de cuatro estrellas— y la leyenda urbana de fantasmas habitándola —casa colonial con fantasmas, un gran gancho para el hotel— habían alejado incluso a gente de escasos recursos que había ocupado las casas contiguas. De las ruinas de la casa, casi al anochecer, emerge un enorme gato negro que se queda sobre la acera, frente a mí, uno de los escasos transeúntes. El gato me miró, retrocedió y decidió no cruzarse en mi camino. Tal era mi racha que ni el gato de la casa embrujada decidió cruzar mi sendero. «I’m your hate when you want love…», decía James Hetfield en mis audífonos.
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