Entre dominación y hegemonía hay una diferencia poco sutil. Con la dominación la relación entre amo y esclavo es patente. Si bien la dominación puede gozar de niveles elevados de estabilidad, ésta es mediada por la violencia y el sometimiento. En tanto la mayoría de acciones del amo vilifican (niegan) al esclavo, la conflictividad y el antagonismo se muestran en el día a día.
La hegemonía, por su parte, crea la ilusión de que el antagonismo se ha resuelto, después de que el amo ha emancipado al esclavo, en tanto desaparece la relación binaria explícita que posibilitaba la conflictividad. El ejercicio de violencia es innecesario dentro de la hegemonía ya que los esclavos se “anexan” al amo bajo la ilusión de que ahora pertenecen a una sola unidad. El esclavo nunca será el amo, pero la mímesis, el simulacro y la repetición lo hacen vivir la fantasía de serlo. Por ello, como “arte de gobierno”, la hegemonía es mucho más estable que la dominación.
Habiendo dicho lo anterior, quiero referirme a algo muy específico. Me interesa posicionar el antagonismo actual en la dominación oligárquico militar guatemalteca de los siglos XIX y XX. La dominación oligárquico militar se constituyó sobre la base de instituciones coloniales que, después de prácticamente cuatro siglos de sedimentación, alcanzaron algún nivel de estabilidad relativa. Estabilidad relativa porque, como lo han propuesto varios sociólogos e historiadores, a pesar de que en la Colonia se gozaba de cierta autonomía en los pueblos de indios, los amotinamientos se producían con gran frecuencia. Esa violencia servía como válvula de escape que regulaba la presión de la dominación colonial, al permitir tanto el ejercicio de la violencia criolla, como de la “violencia de indios”. Con ello se evitaba la conformación de insurrecciones más articuladas y organizadas (como el levantamiento de los zendales en el siglo XVIII) que amenazarían más intensamente la dominación colonial.
Sobre esa base, la dominación oligárquico militar se funda en la finca cafetalera, y con su instauración se elimina completamente la posibilidad de la autonomía relativa que se gozaba en los pueblos, al tiempo que la “violencia de indios” deja de formar parte del cálculo político. Esto se sustituyó con la instauración de un Estado extremadamente represivo que dictó leyes que obligaban a trabajar forzosamente a poblaciones indígenas, a quienes, paralelamente, les eran expropiadas sus tierras comunales, entre otras cosas.
En este contexto fue central la creación de un ejército que convirtió la “tecnología de la masacre”, el reclutamiento forzoso y los polos de desarrollo —piedras angulares del genocidio— en las formas generalizadas de ejercer una violencia criolla destinada a eliminar a todo aquel indígena que pusiera en evidencia la negación producida por el abuso de la dominación oligárquico militar. En otras palabras, en Guatemala, el liberalismo, más que abolir los antagonismos de la relación entre amo y esclavo lo que hace es profundizarlos.
Mientras tanto, el goce insatisfecho que ofrece la fantasía de la hegemonía se reservó exclusivamente para “castas intermedias” mayoritariamente de ladinos (y últimamente de “indígenas emprendedores”), concentradas específicamente en los centros urbanos.
El punto al que quiero llegar es que la hegemonía nunca existió en Guatemala, nunca dejó de operar como mero simulacro. O, mejor dicho, la dominación nunca logró (o le interesó) consolidarse como hegemonía. El problema con los cabecillas de la dominación oligárquico militar es que, aunque de antemano saben que no es lo suyo, eventualmente han ofrecido la fantasía de dirigir una política que tiende hacia la hegemonía. Por eso, mientras por un lado se promovían discursos de construcción de hegemonía relacionados con la democratización, el multiculturalismo neoliberal y/o los debates étnico-nacionales a lo largo de las últimas dos décadas, por otro lado se sobre-estimulaba el deseo mimético en algunos sectores de las “castas medias” que les sirven incondicionalmente (esto, gracias a procesos intensivos de amaestramiento ideológico promovidos especialmente en ciertas universidades, algunas iglesias evangélicas y por los carteles de comunicación impresa y televisiva).
En síntesis, estas “élites” ofrecen la ilusión de la hegemonía en Guatemala por tener unos cuantos miles de imitadores que repiten incondicionalmente lo que les dictan los “amos”, mientras crean espejismos relacionados con el fortalecimiento del régimen institucional y de derecho; mismo que en un momento dado llegan a considerar peligroso. Por ello, se produce un horror terrible cuando una forma de articulación social de larga duración, compuesta por grupos de diversos orígenes socioeconómicos, políticos, culturales y “raciales”, que ha usado inteligentemente esas mínimas brechas, logra enjuiciar a uno de los más grandes caciques de la dominación oligárquico militar.
La fantasía de que el proyecto oligárquico militar era una configuración hegemónica se rompe, queda desnuda, y se deja ver como lo que realmente ha sido siempre, como una ilusión, ya que sale a luz la fuerza política latente en modos de organización social construidos con paciencia, con base en alianzas de diverso tipo, que se han mantenido en un estado de insumisión ante esa violencia dominante, pero que no dejan de apostarle a la creación de hegemonía.
Ante ello, no falta el interesado aparecimiento de quienes han hecho del miedo y el odio su modo de vida. Para ellos, esta “crisis” de la fantasía de la hegemonía oligárquico militar resulta el momento oportuno para sacar provecho en grande. La fantasía se convierte en fantasma, en monstruo, y toda la negatividad expuesta en la violencia de la dominación oligárquico militar es utilizada para azuzar los temores históricamente más arraigados en las “élites”. La estigmatización de cualquiera que no defienda la dominación se deja ver en apelativos como el “ex guerrillero”, el “terrorista”, el “comunista”, entre otros tantos.
Pero lo que realmente hacen estos proxenetas del miedo al invocar la monstruosidad de esos viejos estigmas espectrales es prolongar la dominación de un proyecto que se resiste a dejar de ser en el tiempo, un proyecto de y para la muerte, que está negándonos a todos los que no somos ellos (niegan hasta a sus propios imitadores). De ahí que esta hegemonía no sea más que una aporía, una imposibilidad instaurada en la fisura de la dominación oligárquico militar.
Por mi parte, pienso que ni la dominación ni la hegemonía oligárquico militar son necesarias. Esto no es una guerra, no se busca imponer nada con la violencia de la dominación, tampoco se busca la hegemonía como un proyecto de largo plazo. La pregunta es ¿qué tipo de fuerza hay que articular para aprovechar el momento en que esa fisura ha quedado expuesta? O, como hubiera dicho aquel viejo revolucionario del siglo pasado, ¿qué hacer? Estoy seguro de que el objetivo es hacer un poder radicalmente diferente, una democracia radical. Pero eso no se ha dicho aún cómo va a ser, no sabemos; puede que falten muchísimos años para empezar siquiera a imaginarlo. Por ahora, hay que seguir trabajando, como siempre, contra corriente, a pesar de la violencia oligárquico militar.
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