Las famosas talanqueras y garitas de seguridad dominan el paisaje en calles y avenidas de zonas residenciales y populares. De esta forma se atomiza la urbe, se fragmenta el tejido social y se evidencia el fracaso del Estado para proteger a la población dentro de su territorio.
Si se sumaran los recursos privados invertidos para construir estas murallas físicas y mentales, seguramente tendríamos suficiente para equipar mejor a las comisarías de la Policía Nacional Civil (PNC) que tienen la obligación de proteger a todos los ciudadanos. De la misma manera, si lo gastado en seguridad privada se canalizara hacia la formación y dignificación de los agentes de la PNC, probablemente tendríamos una mejor respuesta estatal de cara a las amenazas del crimen organizado y la delincuencia común. Definitivamente estamos ante un problema de acción colectiva sin resolver.
La creación de estos guetos posiblemente disminuye la percepción de inseguridad de los vecinos, algo así como cuando un avestruz mete la cabeza en la tierra para, según ella, eludir el peligro. Sin embargo, ante acciones planificadas de grupos criminales, como la ocurrida recientemente en la Colonia El Maestro de zona 15, no hay talanquera o guardia de seguridad que pueda contra ellas. La realidad, entonces, nos devela que los costos asumidos, especialmente los intangibles –como el cierre de varias calles para dejar una única entrada y salida–, resultan inútiles porque la solución no pasa por una estrategia de autoencarcelamiento, sino por una que incluya la recuperación de los espacios públicos por parte de los vecinos, para que los números sean la fuerza que nos proteja de los depredadores. Por algo somos una especie gregaria.
Esa colonia era, precisamente, donde se localizaba geográficamente mi burbuja de bienestar cuando yo era un niño y adolescente. Era un lugar de clase media donde podía salir a jugar con los vecinos y donde aprendí a manejar bicicleta con mis hermanas. Históricamente ha sido un espacio seguro, aunque todos los hechos graves de secuestro y robo a mano armada los sufrimos en familia dentro de nuestra misma casa, en los años 80s y 90s. En la última década no tuvimos ningún incidente, pero fue cuando la mayoría de vecinos decidió cerrar la colonia. Yo participé como miembro del Comité Único de Barrio organizado por la Municipalidad y diseñé una encuesta de victimización que tenía como marco de referencia temporal el año 2007: “En los últimos 12 meses, ¿Este hogar se vio afectado por algún hecho delictivo?”. La tasa de victimización fue del 35 por ciento, pero dado el margen de error, la real podría estar entre 28 y 42 por ciento. Casi todos los casos eran relacionados con delincuencia común. Habría que evaluar ahora si el cierre de la colonia logró su cometido.
Por otro lado, si alguien interpone un recurso de inconstitucionalidad contra la conformación de estos guetos seguramente lo ganaría, pues evidentemente contradicen la libertad de locomoción, tan invocada últimamente por la clase media urbana capitalina, y la libertad de acción, pues no hay ley alguna que regule este asunto de autosegregación.
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