La respuesta es sencilla si analizamos un poco nuestra forma de ver la vida y las acciones que como sociedad realizamos. Las mujeres todavía somos marginadas en Guatemala. Ello puede percibirse aún en casi todos los ámbitos. En unos se manifiesta de manera frontal; en otros, de formas más sutiles, pero siempre constantes. Ello, pese a que en nuestro medio existen muchísimas mujeres exitosas en todos los campos. Como un corolario, la semana pasada realicé una microencuesta entre mis alumnos adolescentes, de clase media alta, y la mayoría de hombres dijeron que no se sentirían cómodos si en el futuro sus esposas ganaran más dinero que ellos. A las chicas, en términos generales, parecía importarles menos, siempre y cuando el esposo «no se quedara en casa solo viendo televisión».
Estos jóvenes, que responden a lo aprendido en casa y en el resto de instituciones, son una generación que dentro de diez o quince años a lo sumo estará en las posiciones de poder económico, cultural y político. ¿Cuándo, entonces, una mujer tendrá la opción real de gobernarnos? Difícilmente en los próximos años. Porque las estructuras del poder patriarcal aún son muy fuertes y están enraizadas en la mente de la mayoría, sean hombres o mujeres. Los papeles tradicionales dentro del hogar se siguen manteniendo. Y aunque poco a poco estén cambiando, como todo proceso, este es lento, con adelantos y retrocesos.
Aunque contemos actualmente con una vicepresidenta, con unas cuantas diputadas, con una que otra ministra, con algunas directoras de instituciones, la verdad es que llegan a esos cargos porque acompañan a hombres fuertes o porque entre las estructuras de quienes gobiernan saben que deben colocar a alguna mujer para llenar la cuota de la supuesta igualdad.
¿Qué se necesita, pues, para que algún día no tan lejano una mujer nos gobierne? Independientemente de la suma de factores que pueden o no llevar a cualquier candidato a la presidencia, y también de las cualidades intrínsecas que este debería poseer, en principio se requiere, sobre todo, de un cambio de mentalidad. De alguna manera, entrar al siglo XXI, al tercer milenio. Dejar atrás los viejos esquemas y las estructuras jerárquicas que aún marcan las diferencias entre hombres y mujeres y confiar en la capacidad de cada persona, independientemente de que sea hombre o mujer. Tal vez, si somos aún algo ilusos, esto se logre cuando, a través de la educación y de la implementación del nuevo currículo de estudios con el eje transversal de género bien enseñado y aprendido, finalmente la mayoría sepamos que la capacidad, el talento y el esfuerzo no son el patrimonio de pertenecer a un sexo específico, sino del trabajo continuo.
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