También ha ignorado lo que las encuestas de opinión pública han revelado: la Presidencia de la República es la institución con menos credibilidad en la sociedad, pues solo un 11 % de la población tiene confianza en ella, según Encuesta Libre 2015 (Prensa Libre, 12 agosto de 2015). Los partidos políticos y los diputados en los cuales Pérez Molina intenta apoyarse para sobrevivir al nuevo antejuicio que se le viene encima también tienen escasos niveles de confianza, 13 y 12 % respectivamente.
La misma encuesta nos indica que, a nivel nacional, casi 9 de cada 10 guatemaltecos desaprueban la gestión de Pérez Molina. La muestra parece ser representativa de la Guatemala rural y profunda, en la que él pone sus esperanzas para sostenerse un poco más en el poder. Así pues, tanto sus aliados políticos como su base social resultan ser un espejismo, como el que padece un hombre sediento que se niega a morir en el desierto. Además, para darle el tiro de gracia, los miembros del gabinete de Gobierno han empezado a abandonarlo en un intento de salvar algo de su propia reputación. El sector privado organizado, que participó directamente en la administración del actual gobierno, también lo ha dejado solo. La Embajada de Estados Unidos se ha convencido de que mantenerlo ahora en el poder implica altos riesgos para la estabilidad política y el orden social. De tal manera, ese discurso envalentonado de «dar la cara para enfrentar el debido proceso» es como el último rugido del león antes de morir a los pies del cazador.
Ante un cadáver político no queda más que preocuparnos por la legitimidad del régimen democrático: esa legitimidad erosionada por los mismos Pérez Molina y Baldetti en el Organismo Ejecutivo, la mayoría de los diputados del Congreso y muchos de los magistrados en las diversas cortes. Esta deslegitimación del régimen se ha visto acentuada por las contundentes evidencias que demuestran que las campañas electorales son simplemente negocios privados entre financistas y candidatos, quienes prometen pagar con altos intereses los préstamos necesarios para llegar al poder. Una vez alcanzado el cargo público, el voto popular se convierte en una anécdota para legitimar el impune saqueo de los recursos del Estado. Esto es lo que está cambiando con las valientes investigaciones del MP y la Cicig, pero no lo suficiente para que los ciudadanos informados y movilizados en áreas urbanas vean en las inminentes elecciones una salida a la crisis.
Larry Diamond (1999, pág. 66) nos recuerda que el compromiso con la democracia no se da en el vacío, como una abstracción sobre la mejor forma de gobernarnos. Se requiere que ambos colectivos, tanto las élites organizadas como las masas populares, crean que el sistema político existente es merecedor de su obediencia y defensa. Es decir, todos deben creer que el régimen democrático es el correcto y más apropiado para la sociedad: lo mejor respecto de cualquier otra alternativa realista que ellos puedan imaginar (pág. 65)[1] . No obstante, enfatiza que esto es especialmente cierto con relación a los actores políticos más significativos, es decir, las élites o los tomadores de decisiones en lo político y lo económico. Sin generadores de opinión, activistas políticos y líderes de diversas organizaciones comprometidos y leales con la democracia en términos de sus creencias y comportamientos es muy poco probable sostener el régimen.
Este es el dilema al que nos enfrentamos quienes participamos en las protestas sabatinas y nos articulamos en diversas instancias ciudadanas. ¿Cómo logramos por medios democráticos detener a los políticos que usan esos mismos medios, por la legitimidad que les otorgan, para seguir depredando los escasos recursos del Estado? ¿Cómo lo hacemos sin violar las leyes que esos mismos políticos han sancionado en el Legislativo y que ellos sí pueden obviar con casi total impunidad? ¿Cómo lo hacemos sin recurrir a la violencia mientras son los políticos en el poder los que cuentan con el acceso privilegiado a la fuerza pública? ¿Cómo una resistencia legítima y pacífica del pueblo se enfrenta exitosamente a un gobierno ilegítimo?
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En teoría, todo es muy sencillo. El poder soberano reside en el pueblo, que solo lo delega temporalmente en las autoridades por la vía democrática. Pero si estas violan el mandato constitucional, entonces el pueblo puede reclamar de vuelta el poder. En la práctica no lo es. La soberanía popular es un mito reforzado y renovado periódicamente por el rito de las elecciones. En el sistema presidencialista, con términos de mandato fijos y con el problema de la doble legitimidad señalado por Juan Linz —esto es, tanto el Legislativo como el Ejecutivo reclaman tener el voto popular como respaldo—, cuando el presidente pierde aprobación moral o se pierde el consenso sobre el statu quo, es muy complicado resolver la crisis porque no se pueden adelantar elecciones como en un sistema parlamentario. No hay válvulas de escape que eviten la explosión autodestructiva del sistema. Peor aún, en un escenario en el que se percibe la corrupción como un mal presente en todos los poderes del Estado —solo como referencia, en nuestro caso, el Ejército goza del doble de confianza de la que posee el Organismo Judicial— es muy complejo encontrar salidas que no contemplen el uso de la fuerza, la desobediencia a las leyes o la violación de ciertos principios democráticos como el respeto al voto de la mayoría.
Releyendo el antecedente histórico del fallido autogolpe de Estado de Serrano Elías en 1993 y la solución que se le dio, encuentro que el Ejército jugó un papel importante como coordinador de diversos actores civiles e institucionales, como el sector empresarial y la Corte de Constitucionalidad respectivamente. También fue garante de la solución legal acordada:
«La negativa de Serrano a renunciar complicaba las cosas porque, si se le coaccionaba a irse, daría la impresión de ser un típico golpe militar, algo que ni el Ejército ni los grupos civiles querían provocar. Después de intensa cavilación y con la asesoría de los abogados Fernando Quezada Toruño y Eduardo Palomo Escobar, la corte estructuró un documento que daba la salida perfecta para la coyuntura: se trataba de declarar el abandono de la presidencia por parte de Serrano»[2].
Es decir, se usó la fuerza del Ejército, pero sin llegar a la violencia, y se estiró la ley lo más que se pudo, pero sin romperla, para depurar a medias la clase política en el Congreso y en el Ejecutivo. Luego hubo un gobierno de transición encabezado por Ramiro de León Carpio, procurador de los Derechos Humanos, y una reforma constitucional con la cual se cometieron varios errores como la prohibición del crédito de la banca central al Gobierno. Hace 22 años esas fueron las salidas —chapuceras si se quiere, pero salidas al fin de cuentas— para un sistema que así llegó debilitado al siglo XXI.
[1] Diamond, L. (1999). Developing Democracy toward Consolidation. Estados Unidos: The Johns Hopkins University Press.
[2] Anahté (1993). «La caída de un déspota». En Crónica, año IV (278), pág. 18. Disponible en: http://www.cronica.ufm.edu/index.php/DOC263.pdf.
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