Me parece importante resaltar dos cuestiones: en primer lugar, que la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) concluyó en su momento que las matanzas constituidas en masacres podían calificarse como “actos de genocidio” y señaló asimismo la responsabilidad del Estado en estos actos. El contraargumento al negacionismo aludido sería la diferencia establecida por la misma CEH entre política de genocidio y actos de genocidio: si bien la primera existe cuando el objetivo de las acciones es exterminar a un grupo en su totalidad o en parte (genocidio como fin); los segundos existen cuando el objetivo es político, económico, militar o de cualquier otra clase y la exterminación del grupo es el método utilizado para conseguir ese fin (genocidio como medio para eliminar la subversión, pero genocidio al fin de cuentas).
En segundo lugar, y más allá de las consideraciones jurídicas en un debate eminentemente político-electoral, creo que es crucial que nos preguntemos ¿cuál es el verdadero dilema moral cuando hablamos de las masacres ocurridas durante el conflicto armado en Guatemala? ¿Es lo trascendental la calificación jurídica de las matanzas, para sacar conclusiones propias? ¿Es más importante determinar la intención de una matanza, que juzgar sus consecuencias fácticas a la vista? Otto Pérez Molina afirma que en Guatemala no hubo genocidio porque no había intencionalidad de exterminar a los indígenas por su origen étnico. Esa es su posición política, pero las responsabilidades históricas y las calificaciones jurídicas se dirimirán en los tribunales.
Para efectos de la reflexión electoral, para calibrar a los candidatos que tenemos delante, lo importante es recordar que en Guatemala hubo matanzas y que eso no puede negarse. Recordar que tanto Pérez Molina (destacado militar en el área Ixil durante el conflicto armado), como otros candidatos políticos y funcionarios públicos durante los últimos años, fueron parte del Estado al que se responsabiliza abiertamente por todos esos horrores.
A mí me parece que para un juicio político de fines electorales, en el que lo que uno se plantea es si votar o no (y por quién) y donde lo que uno busca es sacar conclusiones propias, es secundaria la calificación jurídica que se dé a las masacres ocurridas a lo largo de la historia del país. Esa calificación es trascendental en el juicio para un tribunal, entre otras cosas para determinar la gravedad de los hechos y sopesar la pena. Y es trascendental ante todo, para la reconstrucción de la historia que vamos a contar a las futuras generaciones, para articular el discurso de la no repetición. Pero en la inmediata arena política electoral, lo que importa es que hubo matanzas y que son hechos históricos comprobados. Importa que entre todas las opciones habidas para combatir la subversión, el Estado a través de sus fuerzas de seguridad optó por la que causó el mayor costo de vidas humanas entre población civil no combatiente; importa que a esa población la identificó como “enemigo interno” y la aniquiló por ello; importa que hubo 626 aldeas masacradas; importa que todo esto se llevó a cabo no solo con todo lujo de crueldad y planificación, sino obligando a las víctimas y a muchos sobrevivientes a presenciar el terror de la tortura, la ejecución y la matanza. Importa que ello representa oscuros lastres con los que hasta hoy lidiamos en la cotidianeidad. Importa, además, que los niños de entonces sean los adultos de hoy, con el resto de la vida por delante, y que ese sencillo dato haga imposible el empeño de muchos en negar y olvidar lo que ocurrió.
Así que para juzgar desde mis adentros y sacar mis propias conclusiones, francamente, es secundario el (falso) dilema planteado por Pérez Molina sobre la calificación de todo esto. Ese dilema no le quita el peso a lo que sabemos que ocurrió en Guatemala, especialmente entre 1978 y 1983; a eso que ha marcado un doloroso quiebre en nuestra historia reciente. Aquí hubo gritos de terror que nos negamos a oír, ríos de sangre que nos negamos a ver, mucha vida frustrada y aniquilada que nos negamos a reconocer. La muerte y la violencia de aquellos años siguen en la impunidad, y justificar la amnesia por esos años, pasar la página en silencio, nos ha definido como sociedad, marca la medida de nuestra calidad humana y determina el tipo de ciudadanía que nos representa mayoritariamente: gente dócil, pero que demanda la muerte de otros y es fácilmente cautivada por discursos autoritarios. Si no, veamos cuánto nos importa el desfile de vidas humanas segadas ayer. El desfile de vidas humanas segadas hoy, día con día. Veamos si no, a quién tenemos como candidato puntero para las próximas elecciones.
Más de este autor