Es una producción en blanco y negro que proyecta la realidad de estos barrios tan particulares, representados por edificios grises poblados en su mayoría por muchachos —por lo general desempleados— que de vez en cuando (más en cuando que de vez) se enfrentan a la Policía. Esta realidad sociopolítica tiene de fondo la música de algún cantante de rap afroamericano. Porque al final de cuentas las banlieues son una isla donde buena parte de los olvidados se reúnen y resisten. Saint Denis es tal vez la banlieue más conocida. Si uno tomaba el autobús para desplazarse hacia Saint Denis, no dejaba de notar que la mayoría de los locales pertenecían a las viejas colonias francesas. Saint Denis es una suerte de equal but separate (más separate que equal realmente). Cuando los disturbios parisinos de 2005 tuvieron lugar, buena parte de estos muchachos se vieron involucrados: no tenían nada que perder, pero podían alzar su voz ante un sistema político que los había abandonado. Hay que agregar, en honor de la honestidad intelectual, que en 2005 los disturbios no se iniciaron en Saint Denis, sino más al norte, en ciudades como Montfermeil y Clichy-sous-Bois.
En las casi dos décadas que han pasado desde la proyección de La haine hay otro fenómeno muy francés que nos debe preocupar: la radicalización religiosa de estos muchachos, de segunda o tercera generación née en France. El abandono del sistema educativo, el abandono de la política para jóvenes y la falta de acceso al mercado laboral abren las puertas para que los clérigos islámicos (haciendo la distinción entre ser musulmán y ser islamista) se apoderen de la mente de los jóvenes. Muchos de estos autoproclamados clérigos islamistas no tienen estudios teológicos formales, construyen sus propias mezquitas en un garaje de casa y envenenan la mente de los jóvenes prometiendo respeto, redención, autoestima y un sentido de vida. Esta es la razón por la cual ISIS parece ganar la agenda.
Lo que ha sucedido en París el día viernes nos obliga a todos a tomar partido. ¿Cómo explicar lo que ha sucedido? A mí, en lo personal, me gusta la posición que André Glucksmann siempre tuvo. Glucksmann, hijo de judíos austríacos que resistieron al nazismo y uno de los representantes de la corriente francesa de los nouveaux philosophes, siempre hizo la siguiente salvedad: hay que distinguir entre el fundamentalismo islámico y el islam. Esto plantea entonces la siguiente pregunta: ¿debe sufrir la mayoría musulmana por una aparente complicidad pasiva con el islam de la violencia, con el islam del antisemitismo y con el islam del horror?
Esta es una tarea fundamental para evitar la islamofobia. Así como no todos los colectivos judíos deben ser hechos moralmente responsables por las desafortunadas acciones (y declaraciones) del gobierno de Netanyahu, sucede lo mismo con el universo musulmán: no todos los musulmanes son islamistas, y de hecho no todos los islamistas son yihadistas.
No es fácil comprender el universo de doctrinas que conforman eso que llamamos islam. De los 1 500 millones de musulmanes que hay en el mundo, aproximadamente cuatro quintas partes se identifican como sunitas y una quinta parte como chiitas. Regiones enteras del mundo musulmán (árabe y no árabe) son sunitas: naciones como Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Catar, Egipto, Jordania, Libia, Túnez, Indonesia, Malasia, Afganistán, Pakistán y Turquía tienen una población predominantemente identificada con el sunismo, como sucede con los millones de musulmanes que viven en India, China o Filipinas. Luego tenemos a Irán —que no es árabe— como una entidad totalmente chiita. Irak y Líbano poseen poblaciones mixtas en las cuales los chiitas son mayoría, pero con una considerable cantidad de sunitas.
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De este universo musulmán de 1 500 millones, la inmensa mayoría —tanto sunitas como chiitas— no se adhiere a las visiones extremas de los islamistas radicales. Pero sí hay un segmento minoritario activo que aglutina tanto a sunitas como a chiitas y que realiza una lectura increíblemente literalista, formal y ortodoxa. Hizbulá, por ejemplo, es la representación del extremismo chiita. Y del lado de los sunitas suenan los nombres de Al Qaeda, Boko Haram, Al Shabab e ISIS o Estado Islámico. Hay quienes argumentan que es la corriente del islam wahabista la más radical. Apuntan que, por ejemplo, Bin Laden y el resto de terroristas responsables del 9-11 provenían de Arabia Saudita y se adherían al islam wahabí. Pero una lectura más profunda nos demuestra que Bin Laden no estaba exclusivamente inspirado por el wahabismo, pero sí por los escritos del ideólogo egipcio Sayed Kutb, que por cierto fue ejecutado por el presidente Nasser en 1966. De hecho, la mayoría de los movimientos fundamentalistas en el islam suní se han visto increíblemente influenciados por Kutb, cuya posición buscaba resistir la modernidad occidental. Nasser, al igual que Mustafá Kemal Ataturk, había prometido etapas de modernidad y progreso para sus respectivos pueblos en un intento de contraponer la occidentalización a una estancia primitiva y recluida en la religión.
La primera Ilustración para el universo musulmán —y la única— fue precisamente la conversión al islam de las tribus árabes paganas. De hecho, el islam tomó el mote de la religión bella porque, en efecto, civilizó y ordenó la vida de los pueblos nómadas árabes. Si hablamos de los valores tradicionales del islam, no debemos voltear a ver lo que sucedió en París: hay que recordar la España musulmana, el Bagdad de Las mil y una noches o la Persia de Rumi. Para aquellos que se sienten tentados por la islamofobia —sobre todo en el mundo cristiano—, basta simplemente recordar que los diez actos de terrorismo doméstico más brutales en Estados Unidos han sido cometidos por activistas blancos cristianos. Ellos no son representativos del resto de colectivos cristianos.
Por eso, todo depende de la lectura que se haga.
En efecto, ni el judaísmo ni el cristianismo ni el islam son religiones de paz si se mantienen en lecturas literalistas. La esencia del tronco monoteísta es la violencia, asentada en el celo de un dios que prohíbe los otros dioses y promueve la violencia contra el extraño. Pero, alejados de las visiones literalistas, encontramos una tradición de justicia —casi siempre muy oculta, por cierto— que debemos aprender a rescatar, enseñar y promover. Hay que reconocer que las relaciones entre el cristianismo y el islam no han sido del todo suaves. Filosóficamente, el emperador Manuel (citado por Benedicto XVI en su exposición en Ratisbona) argumenta que el islam es una religión guiada por el voluntarismo (de ahí los actos de fuerza) y por el nominalismo (de ahí los actos aparentemente irracionales). Este nominalismo se ve en el hecho de que es posible que exista una determinada ocasión en la que Dios me pida actuar violentamente, aun en contra de los mandamientos que él ha dictado. No puedo, pues, hacer ninguna generalización (el pensamiento del Altísimo me sobrepasa), y por eso cada circunstancia y cada evento deben ser juzgados separadamente. En el mejor de los casos, todo pensamiento crítico, deductivo o inductivo se suspende en favor de la casuística. Para el nominalismo (y para el islam), el atributo principal de Dios es ser infinito, razón por la cual me sobrepasa infinitamente la razón de su voluntad, que nunca podré comprender. Valga decir que Juan Damasceno, que fue gran visir y amigo del califa de Damasco en el siglo VII, incluso tenía una opinión de ese primer islam no demasiado positiva.
Pero tampoco debemos olvidar que el cristianismo y el judaísmo, de no haber pasado por la época de las luces, estarían amarrados a la incapacidad de realizar lecturas menos literalistas.
Por eso es que, mientras la gran mayoría discute las salidas geopolíticas, el error de continuar con la campaña militar o si el multiculturalismo ha fracasado, en nuestro pequeño universo docente debemos abrazar el espíritu ecuménico y profundizar en el estudio de las religiones que Ellacuría denominó abrahámicas. Desde la cátedra debemos impulsar el estudio de las religiones comparadas, derribar los muros de incomprensión, de recelo y de ignorancia del uno respecto al otro y fomentar una lectura académico-comparativa de las tres grandes religiones monoteístas. Porque el dios mosaico, que con gran amor hizo al hombre con sus manos, también es el dios de las bienaventuranzas. Y también es Alá el misericordioso y compasivo.
Ya en un plano geopolítico, la estrategia más importante para ganar esta guerra (así como se ha planteado) es lograr mantener puentes de conversación con los colectivos musulmanes moderados (la mayoría) y conseguir que este islam que también se practica en Occidente pueda apelar a los jóvenes árabes musulmanes que se encuentran sin futuro alguno, enamorados de las lecturas más radicales del islam.
Pero, de nuevo, lo anterior no es completo si no se gana la otra guerra: la de la desigualdad.
Debemos aprender del último gran pogromo en Europa. Hubo un grupo étnico que fue acusado de todo tipo de crimen en contra de los demás. Y sabemos cómo esto terminó.
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