Jóvenes de distintos sectores sociales se han movilizado activamente para demandar se respete lo que consideran el triunfo diáfano de su candidato, considerando que el órgano responsable de la organización de las elecciones y conteo de los votos debe revisar todo lo actuado. La sociedad permanece en tensión, a pesar de que el triunfador, del partido oficial, ha sido reconocido ya como ganador por un sinnúmero de gobiernos, quienes afirman que sus observadores no encontraron razones para cuestionar la elección. Los medios de comunicación, que en su mayoría apoyaron al candidato oficial en su campaña, insisten en la legitimidad del triunfo del ya confirmado como sucesor en el cargo y, si bien algunos medios cuestionan el resultado, son acusados de promover el desorden y responder a intereses extranjeros. En el congreso, los diputados del oficialismo se enredan con los opositores en violentas discusiones y debates, en una ya larga secuencia de mutuas descalificaciones.
Todo lo dicho arriba sintetiza una de mis notas publicadas en un medio impreso hace más de siete años, y no me refería a Venezuela, sino a México. Pero los dos procesos son enormemente parecidos, con la diferencia de que el “defraudado” hace siete años era un canditado apoyado por todas las fuerzas de izquierda mexicanas y el de ahora lo es por todas las fuerzas de derecha venezolana.
Claro, hay en las denuncias de fraude marcadas diferencias: Mientras al mexicano le atacaron despiedadamente los grandes medios de comunicación norteamericanos y europeos, el venezolano goza del apoyo de esos mismos medios en sus reclamos. El gobierno norteamericano fue el primero en reconocer el triunfo del mexicano Felipe Calderón, siendo ahora uno de los pocos gobiernos que se resiste a reconocer el triunfo del venezolano Nicolás Maduro, dejando en evidencia que su visión de la democrácia tiene una precondición ideológica: Se defienden o cuestionan procesos electorales dependiendo de en qué posición estén sus aliados incondicinales.
La mayoría de los países latinoamericanos, en cambio, en ambos casos se han comportado de manera idéntica: han reconocido a quien los organismos electorales han declarado triunfador, considerando que las elecciones son cuestiones de caracter interno.
El opositor venezolano goza así de mejores condiciones y recursos para reclamar su supuesto triunfo, a la vez que tiene la opción –no concedida a los mexicanos– de poder reclamar un plebiscito a los tres años de gobierno, teniendo el gobernante mucho menos margen de maniobra para cooptar a los aliados de su oponente, dado que él mismo representa la posición más centrista de su alianza.
Si a Felipe Calderon se le consideró legítimo, a pesar de las fuertes evidencias que lo acusaban de fraude ¿por qué atacar el triunfo de Maduro sólo porque no obtuvo todo el apoyo social que esperaba?
El caos en que se ha querido sumir a Venezuela, desde adentro y desde fuera, es pues un antecedente altamente peligroso, no sólo para la estabilidad regional sino para la construcción de la democracia. Las grandes potencias y los grandes medios, si quieren aportar efectivamente a la estabilidad regional deben no sólo pedir calma y acciones pacíficas a los que se sienten defraudados sino, sobre todo, dejar de financiarles y apoyarles desde el exterior pues, como se ha demostrado últimamente en el Oriente medio, es relativamente fácil incendiar un país para satisfacer los intereses de Occidente –particularmente de las grandes potencias– pero es muy dificil lograr después que la violencia se aleje.
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