Me intriga porque por un lado, no sé cuándo se movió del 12 de octubre al 15 de septiembre la costumbre de vestir a los niños con ropa indígena y, más me intriga aún porque no termino de entender los motivos por los que alguien decide vestir a su hijo así.
Las fotos en sí no tienen nada de malo. Son niños, media docena quizá, de niños vestidos con trajes indígenas. Sus padres están rebosantes de felicidad y los niños, aunque un poco desconcertados, parecen disfrutar de ese día de vestirse distinto.
Recuerdo que, hace ya cinco o seis años, me enviaron una circular del colegio de mis hijos. Pedían que los mandara “disfrazados de inditos”. Recuerdo que me enfurecí, como solía enfurecerme por muchas cosas entonces, y les mandé una carta acusándoles de racistas, bárbaros, insensibles. Recuerdo que me mandaron una nota de vuelta. Se disculpaban pero, de la forma que lo hacían, quedaba claro que por algún motivo no veían nada de malo en llamarles inditos y menos aún en declarar que la vestimenta tradicional de los mayas es un disfraz.
Pasados los años, supongo que estoy más viejo, más cansado y no tengo la energía para enfurecerme por cada cosa con la que no estoy de acuerdo. Quizá es que después de vivir año y medio en el país de la indignación, donde cada cosa que ocurre se convierte en motivo de ira y repudio nacional, ya no me provoca dármelas de digno.
Pero puede ser que he tenido tiempo de darle vueltas al asunto. En el desierto lo que sobra es tiempo. Y me quedan más dudas que convicciones sobre el tema. Al final de cuentas, las certidumbres son las que nos llevan a la indignación.
En un país donde la mitad de la población vive de espaldas a la otra mitad, donde hay una historia de discriminación, racismo y estigmatización de la mitad de los habitantes hay algo que no cuadra en todo esto de vestir a los niños de indígena.
Trato y trato de recordarme qué significaba para mí cuando me vestían de indígena. Cuando íbamos al mercado central a regatear el precio de las putas chancletas, el pañuelo rojo con puntos blancos, el traje de manta, el ponchito. Recuerdo la molestia de mi mamá, lo caro que era comprar una mudada de ropa para usarla una única vez.
Y no sé si sea una convicción que he desarrollado ahora en mi vida adulta, pero de alguna forma durante mi infancia, para mí, hasta que tuve contacto directo con ellos muchos años después, los indígenas no fueron más que el son, la chirimía, el tun, la danza del venado, las fotos del Inguat, chalío titipuches, los chistes de velorio y la idea casi indeleble de que los indios son brutos, necios y shucos. Vamos, los causantes de los problemas del país.
Después de todo, además de “disfrazarnos de inditos”, nos recordaban una y otra vez en los libros de historia que los indígenas tenían “tez morena, ojos achinados y pómulos salientes”, como para saber identificarlos.
Recuerdo la humillación de los compañeros de colegio que no pasaban la prueba de no parecer indígena aún usando el traje. Quizá también servía para eso, para dejar claro que unos son indígenas y otros apenas están disfrazados.
Y hoy, no sé qué tanto haya cambiado en el país como para entender el “disfrazar a los niños de inditos” de otra forma que no sea para reforzar la idea de que si nos vestimos como ellos una vez al año, dejamos más claro que están ellos y estamos nosotros.
Probablemente lo contrario de que los niños se “disfracen de inditos”, sería que pudiéramos ver más doctores con traje indígena, más presentadoras de televisión vestidas con su traje tradicional, abogadas con hüipil y arquitectos con sute.
O quizá sea que le estoy dando demasiadas vueltas al asunto.
Probablemente, es que vestir a los niños de indígena es como vestirlos de cualquier otra cosa. Como disfrazar a las niñas de princesa y a los niños de Power Ranger para Halloween. Después de todo, para una mitad de la población, los indígenas están tan lejos, son parte de una realidad completamente ajena. Tan distante como los cuentos de hadas y el país de los power rangers.
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