Era un hombre, que había sido citado para las nueve; y ya eran las diez con cinco. Había repartido ese tiempo en otras cosas, incluyendo preparar el café y sorberlo como si fuera el medicamento contra el tedio.
Abandoné mi taza, todavía humeante y salí a buscar al tipo. Lo vi a través de la puerta de vidrio de la entrada. Llevaba una camisa blanca o más bien, torturaba a una camisa percudida con esa enorme barriga que parecía hacer estallar la pieza. El pelo engominado y el pantalón verde. Discutía con el policía de la entrada.
Al abrir el policía me informó el motivo de la discusión: el hombre no quería dejar el celular en los apartados dispuestos para ello. En realidad no se trataba de una prohibición personal, sino de una medida de seguridad. Se lo informé así y dijo que no quería cumplir con ello.
Le advertí que si entraba el aparato, tenía que apagarlo, porque se realizaría una diligencia que no debería ser interrumpida bajo ningún término. El hombre dijo que tenía que trabajar y no sé qué más cosas. Yo sólo veía su pelo engominado y sus ojos vidriosos.
Como me aburren las discusiones sin sentido, le pregunté sin rodeos: ¿Va a declarar o no? Respondió rápidamente que sí. Entonces apague el teléfono y entre de una vez, que ya tiene una hora de retraso, dije, con cierta severidad; la necesaria para que finalmente apagara el teléfono y pasara adelante en silencio.
Me siguió por los pasillos vacíos hasta llegar a la oficina y tomó asiento. Empezamos a hablar del asunto. Era evidente que estaba nervioso. Su comportamiento lo delataba. Estaba a la defensiva. Se tomaba de las manos constantemente y repetía las frases una y otra vez, como si por sí mismas no convencieran.
Cuando afirmaba un hecho, buscaba de inmediato mi mirada para saber si tenía mi aprobación. Empecé a escarbar en la información que tenía, usando su conducta a mi favor. Lo presionaba para que me dijera todo lo que sabía. Igual le beneficiaba contar la verdad.
Después de un rato, tenía una historia más o menos clara, pero necesitaba un poco más, así que el tipo me ofreció mostrarme los correos electrónicos que apoyaban su relato.
Accedí. Le ofrecí una computadora para que accediera a su correo. Fue a carpeta de los correos enviados y efectivamente ahí estaban las comunicaciones que buscábamos, entre una pila de títulos porno y alguno que otro mail de esos que cuentan un chiste idiota.
Uno me llamó la atención: estaba dirigido al mismo remitente que los correos que tenían información útil para el caso. El correo se llamaba “Testículos”. Le pedí que se detuviera ahí y le pregunté por el contenido.
— Ah, ese correo sí es de un niño de los que estábamos dando en adopción.
— ¿Podría explicarme por qué se llama testículos el correo? Pregunté y pinchó en el correo para que viera el contenido. Eran datos de un niño y algunas circunstancias en las que se encontraba.
— Ya me acordé. Este niño tenía un problema: sólo tenía un huevo. El doctor nos dijo “este niño sólo tiene un huevo muchá”. Nos fregó, fíjese. Llamamos a la familia que lo quería adoptar y dijeron que no lo querían así. Los niños se tenían que irse nítidos o no los aceptaban, ya sabe cómo era la cosa. Entonces le preguntamos al doctor qué se podía hacer y dijo que había qué operar. Lo operamos y la familia igual ya no lo quiso. Nos fregó porque sólo gastamos.
— ¿Y qué hicieron con el niño?
— Lo llevamos a un hogar, de seguro ahí está todavía.
El correo era del 2007. Es decir, el niño al que no quiso su madre, ni tampoco los padres adoptivos por “no estar nítido” tendrá cuatro años. Su única familia es un orfanato. Joder. El hombre seguía contándome de los casos en que ya no habían querido a los niños y yo no pude más que imaginarme una película nazi, donde me enlistaban las razones físicas del porqué un niño no es apto para tener una familia.
Terminé la diligencia. El hombre seguía vanagloriándose de su astucia para resolver problemas y encontrar gente. Repetía constantemente que tenía miedo de ir a la cárcel. Que ya se había enterado de las condenas que se habían conseguido en ese caso. Nos ofreció ayudarnos. También insinuó que nos ayudaría en lo que fuera necesario si le diéramos plata. El tipo.
Lo acompañé a la salida y esperé a que se metiera al ascensor. Las puertas metálicas se cerraron una contra la otra y descendió. Yo regresé al escritorio y busqué mi taza. El café estaba frío. Fui a la cocineta. Hice más café. También algunas llamadas. Leí mis correos. Pero no pude dejar de pensar en el niño.
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