La Catedral de Santo Domingo de Cobán estaba cubierta de neblina. Algunas ráfagas de viento la develaban a ratos y la majestad de su frontispicio se realzaba a pesar del horrible kiosco que con aviesas intenciones construyeron enfrente del atrio para opacar su magnificencia. No pudieron lograrlo.
¿Cómo podía ser? Una Catedral y un convento que datan de 1566 versus una especie de portaviandas de mitad del siglo pasado. O en el mejor de los casos, un platillo volador deteriorado.
Tuve que suspender mi rutina. Lo exigía la solemnidad del momento: Un céfiro suave del norte, pequeñas ventoleras de niebla y el trino de muchos cenzontles evocaron mi infancia, y comencé a recordar aquellas imágenes imborrables que en algún momento generan un vórtice de tiempo y espacio.
Tenía 9 años, era el 31 de marzo de 1963. Iba hacia la escuela Víctor Chavarría, el plantel donde realicé mis estudios de Primaria. Algo desentonaba en el parque, algo era diferente. Me detuve entre el horrible kiosco y la fuente y me percaté que, la bandera azul y blanco que ondeaba sobre la entrada principal de un cuartel situado en el costado norte de la plaza, había sido sustituida por una de color blanco. Era un lienzo que anunciaba el golpe de Estado contra Miguel Ydígoras Fuentes.
Dos horas después nos habían evacuado de la escuela y enviado a nuestras casas. ¿Para qué? Vaya usted a saber. Para entonces Cobán era una localidad sin importancia militar.
Volteé la cabeza para contemplar el Convento de Santo Domingo y me situé en 1956. Reminiscencias muy borrosas pero lo suficientemente claras para ver a un hombre menudito vestido con una sotana blanca. Su estatura era inversamente proporcional a su nombre y títulos: Don Fray Raymundo María Manguada Martín, O.P. Obispo de Verapaz, Quiché y Petén. Lo vi discutiendo agriamente con el comandante del cuartel y el jefe político. Lo vi salvando hombres a quienes los “Tribunales del Pueblo” de la contrarrevolución ajusticiaban sin más ni más. Vi cuando metió a hurtadillas a mi padre a su oficina y previno que de tocarlo a él y a los otros estarían tocando al mismísimo obispado. Extraño. Mi padre en aquel tiempo era anticlerical.
Esos otros, eran compañeros de mi padre, catedráticos fundadores del Instituto Normal Mixto del Norte a quienes acusaban de comunistas por haber fundado once años atrás un centro que “peligrosamente estaba sacando maestros que enseñaban a leer y escribir a los indios…” Eso dijeron los acusadores sin haberse percatado que, quien firmó el edicto de fundación del Instituto, fue el general Federico Ponce Vaides. Posiblemente su última firma como Jefe de Estado en 1944.
Y también vi a los Dominicos de Cobán, escapulario negro sobre hábito blanco, enfrentados a Mariano Rosell Arellano (quien al asumir el Arzobispado endosó a su apellido el “y” mientras el No Nos Tientes le cargó el mote de Sor Pijije). Y le gritaban: “¡Eso no es comunismo Su Excelencia!, ¡eso no es comunismo!” Pero don Mariano Rosell y Arellano no escuchaba.
Un remolino me transportó a enero de 1954, cuando don Raúl Osegueda Palala, Doctor en Pedagogía y Ciencias de la Educación e inscrito en el Colegio de Humanidades con el número 4, se paró a contemplar una mañana ese corrimiento del telón de nubes de la Sierra de Chamá y al ver la fastuosidad de la Cordillera expresó a viva voz: “¡Allí quiero vivir!”. No se le hizo. Él venía graduado con honores de la Universidad de la Plata, Argentina, y tenía mucho por hacer en la capital de Guatemala.
Dos cuadras abajo, el edificio de correos y telégrafos. El tableteo de la clave Morse se escuchaba en todo el país y claramente, percibí los puntos y guiones con los cuales don Daniel Vanegas Vásquez, exiliado errante por toda Centroamérica a causa de la dictadura ubiquista, pedía a su familia hasta Jocotán: “Llámenla Libertad. Nació el 20 de Octubre”. Era 1953. Se refería a su sobrina nieta.
Un patojo de unos 9 años me trajo al presente al ofrecerme a gritos: “¡¿Quiere la prensa don…?!” Le manifesté que no cargaba ni un centavo y sin hablar caminamos juntos, tres cuadras hacia el occidente. En algo nos entendíamos: Su infancia y la mía en los mismos callejones. Al llegar a un cruce me dio su manita cálida y se alejó de mí. Solamente nos vimos a los ojos como despedida. Su risa y su mirada decían: “Gracias, me viste como a un niño…”
Era el 20 de octubre de 2012. El regreso a mi casa fue caminando.
Más de este autor