Hay entre los seres humanos un fenómeno muy peculiar que nos pone el cerebro en pausa cuando nos vemos enfrentados a muchas opciones. Lo peor del caso es que no podemos hacer una diferenciación de importancia entre qué yogur vamos a comprar y qué médico vamos a consultar. Todo es trascendental. Al menos así lo tratamos y nos genera una angustia hasta ponernos ropa en la mañana. Suena ridículo, banal, pero todos nos vemos enfrentados a tomar decisiones entre dos o más cosas en el transcurso de nuestros días, unas mucho más importantes que las otras.
Existe una corriente en la neurobiología que propone que no existe tal cosa como el libre albedrío, pues lo único que podemos hacer es escoger entre las opciones que nos pone nuestro cerebro, las cuales son predispuestas por cosas externas, como nuestro ambiente, la familia a la que pertenecemos, el país en el que vivimos y todo ese cúmulo de experiencias sobre las que no tenemos control. Adicionalmente, nuestra mente no puede ponernos a escoger entre cosas cuya existencia desconocemos. Todo un universo de posibilidades nos está vedado simplemente porque no sabemos de él.
Cuando se diseña un mundo ficticio con tecnología que no existe, situaciones sociales que nos son extrañas y mundos diferentes, necesariamente partimos de nuestro lugar en el mundo, de algo que nos es familiar. Hasta los relatos de ciencia ficción más avanzados tienen un asidero en la realidad que conocemos. Y es que es simplemente difícil, casi imposible, concebir realidades con las que no hemos tenido ni el menor de lo contactos.
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Los sistemas políticos son similares. Vivimos dentro de un orden legal-institucional que claramente está en crisis porque, por donde lo veamos, hay algo que no funciona. El problema es que estamos como hámsteres que se quieren escapar de la jaula, pero que jamás salen de ella. Platón lo explicó hace más de dos mil años con su alegoría de la cueva. Cuando no se puede percibir más que lo que se tiene enfrente, poco se puede imaginar que existan mundos diferentes a los que se viven.
Lo cierto es que tenemos a nuestro alrededor evidencia incontestable de que el sistema en el que vivimos no sirve. Simplemente no sirve. Y de que es necesario salirse de él para construir algo que nos lleve al lugar adonde queremos llegar como sociedad. No puedo creer. Debo ser muy tonta, ingenua, por pensar que todos tenemos como meta un país en el que estemos bien en todos los estratos, en el que toda la población tenga qué comer, dónde estudiar para mejorar su situación, acceso a salud que le permita planificar su vida sin zozobra. Pero esto en lo que vivimos no sirve para eso.
Debemos escoger entre cosas que no existen por el momento, prenderles fuego a nuestras preconcepciones, considerar la posibilidad de que hay algo más allá afuera que sí nos funcione para lograr nuestros objetivos. No es tarea fácil, más cuando estamos acostumbrados a que nos pongan a escoger entre dos opciones, generalmente igual de malas ambas. El peligro, obviamente, está en terminar con algo mucho peor, pero, teniendo en cuenta cómo está la situación actual, eso me parece difícil. Prefiero seguir creyendo que el libre albedrío sí existe, que podemos encontrar soluciones diferentes y cambiar el futuro radicalmente. Aunque nos cueste salirnos de lo que conocemos.
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