Esto es, no sólo unos cuantos en algunos espacios y con algunos temas. No. Todas las personas aunque sólo representen a unos pocos o bien si representan a la mayoría. Es el coro de voces de la democracia y la capacidad social para escucharle y tararear o no a tonada de uno u otro, lo que hace al sistema.
Cuando sólo una tonada se instala y cuando esa tonada se repite hasta el cansancio, algo podrido tiene esa auto llamada democracia que no deja escuchar o limita los espacios de expresión de la diversidad de voces. Ése es el caso de Guatemala. Habiéndose instalado un discurso de corte neofascista, nutrido por la doctrina contrainsurgente, se ha tolerado por parte del Estado que se denigre la protección y defensa de derechos humanos. Se ha permitido de manera vergonzante, además, la ingestión del discurso xenofóbico, entre otros contenidos de odio que circulan en el entorno.
Poco a poco, como el huevo de la serpiente que incubó al fascismo, el discurso del odio entró disfrazado de ejercicio genuino de la libertad de expresión y llenó de veneno los espacios de opinión pública y publicada. De tal suerte que, basta con que uno de los corifeos eleve a soprano la tesitura de su pócima en páginas o redes sociales para que quienes le siguen, den rienda suelta a su amor por la muerte, la tortura y la agresión. A tal grado que llegan a justificar la agresión física contra quien defiende una causa que les incomoda o expresa una opinión contraria al empaste fascista que busca instalarse en Guatemala.
Que públicamente pueda expresarse quien apela a la ejecución extrajudicial y al linchamiento o quien se lamenta de que la estrategia contrainsurgente no haya acabado con todo el movimiento social, no es prueba absoluta de que hay libertad de expresión. Y no la es porque la voz de quienes son estigmatizadas o estigmatizados por el ejercicio o la defensa de un derecho, está circunscrita a ámbitos de marginalidad. De tal suerte que, en realidad hay un discurso hegemónico no porque sólo ese pensamiento exista sino porque sólo a ese pensamiento se le ofrece espacio. Allí radica la falla y la disfuncionalidad democrática que reduce hasta la casi total desaparición a las voces que expresan la disidencia con la ideología instalada en el poder.
La libertad entonces aparece reducida a un sonsonete que repite calificativos de notación y connotación negativa, encaminados a desfigurar procesos, movimientos y personas. Tal y como lo hizo el nacismo de Adolfo Hitler para justificar la agresión y el holocausto judío, o como lo hicieron los hutus contra los tutsis en Ruanda. En ambos casos, se levantó socialmente el imaginario de población inferior que justificó la agresión contra ambos pueblos.
El dilema democrático no es una moneda de cambio que requiera un derecho a cambio de otro. El dilema democrático entonces es resolver positivamente el planteamiento y garantizar cómo, a la vez que se tutela el ejercicio de la libertad de expresión del pensamiento, se protege a conglomerados sociales cuya voz es limitada en los medios, del entorno de agresividad y hostilidad que levanta un discurso basado en el odio y la intolerancia.
Particularmente cuando ese discurso no nace de la práctica genuina de un derecho universal de manifestación libre de las ideas sino de la difusión de estigmas al amparo del patrocinio que vulnera la consolidación de la democracia.
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