Crecí en una casa de pueblo cuyo patio tenía no más de 10 x 12 metros. Allí cultivábamos artesanalmente: Guayabas en tres variedades: perulera, extranjera y la cobanera. Clasificación muy nuestra que no sé si pueda ser aceptada en la clasificación botánica. También cuidábamos del güisquilar que a más de güisquiles nos proveía ichintal, varios naranjales de tamaño mediano, tres arbustos de mandarina, dos aguacatales y las infaltables plantas medicinales: té de limón, pericón, ruda y, para la cocina, perejil y culantro. Eventualmente nos proveían sus frutos dos papayales y un árbol de ciruela. Nunca faltó el limón criollo y el limón persa.
Mi rutina matutina al salir de la cama era dar los buenos días, correr al gallinero para capturar dos huevos recién puestos en el nido, lavarlos y dejarlos esperando mi salida de la ducha —también artesanal— para ser fritados o cocidos. Con suerte, los conseguía evitando los picotazos de la señora gallina o la acometida del gallo.
Gallinero le decíamos a una pequeña circunscripción donde, junto a dos marranitos y tres chompipes, cohabitaban entre quince y veinte gallinas que nos evitaban el respectivo gasto en el mercado local. Esta demarcación era adentro del mismo patio. Súper no había en mi pueblo.
Durante el paseo ante las frutas y verduras del supermercado —debidamente etiquetadas con marca y precio—, me detuve frente a unas papayas lastimadas y rememoré la alocución y los gestos del gerente el día que inauguraron la tienda. Con mucha zalamería decía: “¡La globalización!”, y señalaba todo el entorno. Y así lo asumimos los invitados. Me pareció muy cómoda la globalización: Comprar huevos mexicanos en cajitas de duroport, guayabas por libra, manzanas extranjeras, limón en redes muy presentables y todo aquello que antes, tomábamos del patio. Por supuesto, cada recorrido en esa sección del Súper significaba alrededor de 500 quetzales quincenales.
Conforme los años pasaron, encontré en las redes informáticas y escuché en varias conferencias que globalización es “un proceso económico, tecnológico, social y cultural a gran escala, que consiste en la creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países del mundo unificando sus mercados, sociedades y culturas, a través de una serie de transformaciones sociales, económicas y políticas que les dan un carácter global”. Me pregunté entonces si estaba realmente ante un fenómeno devenido de la globalización o todos en mi pueblo estábamos siendo permeados por la propaganda y la comodidad.
Un día, un amigo me dijo que dichas actividades se enmarcaban más en el contexto de la sociedad consumista. De nuevo, busqué en las redes y encontré que, “sociedad de consumo es un término utilizado en la economía y sociología, para designar al tipo de sociedad que se corresponde con una etapa avanzada de desarrollo industrial capitalista, y que se caracteriza por el consumo masivo de bienes y servicios, disponibles gracias a la producción masiva del mismo”. Y, aunque dicha definición me pareció más cercana a la práctica adoptada por nosotros, contrasté ambas con la realidad y me pareció encontrar en ella una fuerte dosis de comodidad. Vislumbré el patio de mi casa actual y recordé las flores y el señor que quincenalmente llega a limpiarlo. No obstante hay limonares, un árbol de papaya y uno de aguacate, no están las guayabas, el güisquilar y todos los quiletes que nos evitaban el gasto mensual del Súper en los niveles que los tenemos hoy.
En resumen, el patio anterior nos suministraba alimentos básicos y nos evitaba gastos. El actual solo nos provee flores muy finitas y nos provoca no poco gasto. Y asumí entonces que si la globalización o el estar inmersos en una sociedad de consumo tenían alguna cuota de responsabilidad, más alta era la nuestra por la comodidad adoptada.
Una persona con quien compartí estas ideas dedujo equivocadamente: “Ya me imagino el mosquero que había en tu casa”. Le respondí entonces que las plantas de menta y yerbabuena las ahuyentaban y que colocar clavo de olor en limones o naranjas partidas alejaban a los zancudos.
Hoy, preferimos que los de Malaria (SNEM) pasen echando los insecticidas que usan o contratar una empresa de fumigación.
Me pregunto: ¿No será tiempo ya de plantearnos la posibilidad de volver a las prácticas de los años sesenta del siglo pasado, para recuperar nuestro pequeño entorno y de paso mejorar la economía familiar? El canto del gallo mañanero de unos vecinos me llama a reflexión todos los días. Dichosos ellos. Los otros colindantes, nos encontramos frecuentemente en el Súper.
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