El pensamiento libertario lleva a cabo un proceso de homogeneización de fines abstractos que son impuestos a todos los individuos pertenecientes a una sociedad determinada (superación económica, desarrollo, riqueza). Es decir, el pensamiento libertario es una moral con pretensiones universalistas, propia de las más rancias y conservadoras tradiciones colonizadoras.
Al colectivizar los libertarios esas nociones morales, a partir de la relación consumo-propiedad privada, disponen discursivamente un régimen de verdad triturador, basado en una ontología eminentemente negativa. Es decir, las multiplicidades quedan anuladas, molidas, bajo la sombra “colectivizante” de un pseudo-imperativo que niega, borra la diversidad, y que se impone sobre éticas y prácticas potencialmente alternativas.
De allí que, quienes se resistan a ser asimilados por las premisas implícitas a los fines definidos por los discursos libertarios, puedan ser concebidos como enemigos universales de la libertad, el progreso, la civilización, el desarrollo... Ese es exactamente el esquema argumentativo de periodistas como Gereda, Trujillo y Preti, cuando califican de terrorista el quehacer ciudadano de organizaciones indígenas y campesinas. Entonces, la individualidad que se oponga a la moral colectiva impuesta por los libertarios “puede” y “debe” ser castigada con violencia, ya que representa un enemigo que desestabiliza y aterroriza aquello que consideran “el orden natural” del poder (y que casualmente le resulta beneficioso a sus amos).
Tampoco resulta raro, escarbando un poco en la historia, advertir que esa haya sido la estrategia de argumentación usada en los debates sobre la guerra justa en el siglo XVI, mediante los cuales se le dio “validez” discursiva a la matanza, el servilismo y el despojo. La tradición colonialista de culpabilizar al Otro que no se somete a la moral universal se mantiene; solamente que ahora la ley de Dios ha sido sustituida por la ley del Mercado.
Uno de los datos comunes a estas estrategias de culpabilización se basa en la infantilización del Otro. Pero no es una infantilización que apunte necesariamente al paternalismo proteccionista y/o mesiánico, sino a ubicar lo múltiple, particular y diferente, en un estado de niñez que demanda corrección y disciplina mediante el uso de la violencia. Es decir, el principio ideológico de la guerra justa, soslayado tras apelativos contemporáneos como “terrorismo” y “desestabilización”, nace de la culpabilización a priori de un Otro infantil, manipulable, tonto, pero también necio y rebelde.
Esos elementos son articulados entonces en el aparato massmediático/propagandístico como el polo opuesto a las propuestas de civilización, progreso y desarrollo, ya que son posicionados públicamente como fundamentos morales absolutos que no solo dan sustento al “bien común”, sino que supuestamente también lo hacen posible.
Es una estrategia de inmunización, puede decirse propiamente desde la filosofía política contemporánea. La violencia, sin embargo, es donde termina el poder y cuando se despliega un entramado de justificación moral de este tipo, debemos activar las alarmas, ya que se anticipa la culpabilización de un Otro que será violentado “en aras del bienestar de todos”.
Por eso, para los grupos económica y políticamente dominantes, pero especialmente para sus intelectuales, es importantísimo que los portavoces a su servicio griten autoritariamente que los campesinos indígenas organizados son terroristas, desestabilizadores, enemigos de la libertad. Que los conviertan en una amenaza contra la noción libertaria, moralizante, de libertad. Amenaza que finalmente implantarán en el cuerpo social en su conjunto, en los miedos constituyentes de la polis. En adelante, con el efecto diseminador de la muerte, el mal podrá ser extirpado y la sociedad sanitizada.
El imperativo ético que demanda responder ante estas acciones morales, que azuzan la violencia imponiendo su visión del mundo, consiste en situarse en y por la defensa de la multiplicidad como elemento intensificador de vida, denunciando el riesgo de que la muerte recaiga contra las comunidades indígenas y campesinas. Por eso, también es imprescindible poner en evidencia cómo, con el trabajo de instancias como el Mecanismo de los Pueblos Indígenas Oxlajuj Tz´ikin, o las movilizaciones de las comunidades q'eqchi', se contribuye a la creación de una sociedad radicalmente diferente, en la cual las éticas por la vida son núcleos articuladores del mundo futuro.
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