Las acusaciones de narcodictadura están a la orden del día. Desgobierno, anarquía, desabastecimiento de productos básicos, inflación galopante, un presidente incapaz, una población hambreada que intenta huir despavorida… En otros términos, un caos total. Una muy buena parte de la población del mundo tiene esa imagen del país caribeño.
Ello no es casual: hay dos causas muy identificables para entender esa situación. Por un lado, para la derecha internacional —liderada por Estados Unidos—, cualquier intento que ponga en peligro su hegemonía mostrando que los trabajadores pueden organizarse y gestionar su propio destino es una afrenta. La República Bolivariana de Venezuela, si bien con un socialismo bastante sui generis (que no es, en sentido estricto, una formulación marxista), viene construyendo una alternativa popular con sentido nacional mediante el manejo de la renta petrolera con un carácter social como no se había dado nunca antes. De ahí que la población, que desde la llegada de Hugo Chávez a la presidencia ha venido mejorando sus condiciones de vida, apoye y defienda este proceso. No por otra cosa la revolución bolivariana ha ganado prácticamente todas las elecciones realizadas en el país en estos últimos años: presidenciales, municipales, legislativas.
En otros términos, un gobierno que se sale del guion de la democracia de mercado y les confiere protagonismo a los excluidos de siempre es una mala palabra para el sistema capitalista imperante, un ejemplo que debe ser erradicado. Hugo Chávez, con un particular modo de hacer gobierno, inició ese proceso. La actual cúpula bolivariana, con Nicolás Maduro a la cabeza, lo continúa.
Pero hay otra causa, quizá más profunda aún, para esta avanzada fenomenal de toda la iniciativa privada mundial y de la ideología de derecha contra la República Bolivariana de Venezuela. El país, con un millón de kilómetros cuadrados de mar territorial y 2,394 kilómetros de costa firme sobre el mar Caribe, es poseedor de las cinco fuentes principales de energía natural: petróleo, gas, carbón, hidroelectricidad y energía solar. De hecho, contiene en su subsuelo las reservas petroleras probadas más grandes del mundo: 300,000 millones de barriles de petróleo, suficientes para 340 años de producción al ritmo actual. Además, de sus entrañas surgen importantes recursos minerales como hierro, bauxita, coltán, niobio y torio, a lo que habría que agregar enormes yacimientos de oro y de diamantes. Con ello hay que destacar que es el noveno país del mundo en biodiversidad en su Amazonia (53,000 kilómetros cuadrados de selvas tropicales), utilizable para la generación de medicamentos y alimentos, y la decimotercera fuente de agua dulce (la enorme cuenca del río Orinoco).
Toda esa fabulosa riqueza natural, el petróleo fundamentalmente, es parte indispensable de la economía estadounidense, que sigue haciendo de Latinoamérica su patio trasero. Washington es el principal consumidor de petróleo en el mundo, y sus reservas propias solo le proporcionan el 60 % de sus necesidades. El resto viene de afuera, de Venezuela en buena medida. En esa lógica se entiende que la clase dominante de Estados Unidos, sus grandes compañías petroleras y la Casa Blanca —que habla por ellas— tengan un enemigo que vencer en el proceso bolivariano.
Más ahora, cuando ya varios países van a comenzar a comerciar el petróleo no en dólares, sino en otras monedas, lo cual equivaldría a una caída en picada de la economía estadounidense. Por todo ello, asegurar las reservas venezolanas es prioritario para esa lógica imperial.
Desde hace años Washington está intentando revertir la política chavista. Ha probado de todo, pero nada le ha funcionado: golpe de Estado, paro petrolero, sabotajes, mercado negro, motines. Esto puede leerse en sus mismos documentos oficiales. Ahora suenan tambores de guerra, y todo indicaría que optó por la acción armada directa con una fuerza multinacional o con tropas propias.
En nombre de la soberanía y del respeto a la libre determinación de los pueblos, debemos fustigar cualquier intento injerencista.
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