Entre estas limitaciones, se ha hecho más evidente que nunca que las elecciones giran en torno a la lucha interna por cuotas de poder e influencia entre diversos grupos de la élite económica, sobretodo entre el sector industrial y el agro-exportador. Si bien estos subgrupos difieren en cuanto a los intereses que defienden y el modo de conseguirlos y protegerlos, comparten monolíticamente el mismo proyecto economicista y exclusivo de nación, mismo que gira en torno a la producción y consumo de mercancías y que consecuentemente tiene como prioridad la organización y control del territorio, los recursos y, sobretodo, la población.
Lo que básicamente está en juego en estas elecciones es si la élite industrial continúa teniendo más injerencia y poder o si, por el contrario, la élite agro-exportadora logra recuperar el poder e influencia perdida. La primera está notoriamente asociada a Otto Pérez Molina y el Partido Patriota; la segunda, que ahora incluye a la nueva, poderosa e influyente élite agro-ilegal dedicada al narcotráfico, la tala de árboles, etc., está quizá más ligada a Manuel Baldizón y el Partido Lider. No se trata pues de quién sale en la foto sino más bien de determinar las posiciones que ocuparán los actores en la foto que se toman cada cuatro años.
Una segunda limitación que el proceso electoral ha puesto en evidencia es la falta absoluta de una memoria e interpretación crítica sobre el conflicto armado. Centrada en la figura de Otto Pérez Molina, en quien unos ven el rostro del genocidio y otros el de la firma de la paz, la “discusión” del conflicto armado solo retorna como negación, es decir, como un constante recordatorio sobre la necesidad de olvidar, que es indirectamente la posición que representa Baldizón. Las posturas diametralmente opuestas sobre Pérez Molina son un claro indicio de lo polarizada que se encuentra la sociedad con respecto a su propio pasado, así como de la incapacidad tan guatemalteca de construir un diálogo productivo, que en este caso pueda crear una memoria operativa sobre la guerra interna. De nada sirve probar si Pérez Molina participó en masacres o no, o discutir cuál fue el papel que jugó durante la firma de la paz, si esto no va acompañado de un diálogo profundo, multilateral y necesariamente doloroso sobre lo que significó esta guerra interna, las deficiencias estructurales que la alimentaron y las traumáticas consecuencias de la misma para una sociedad que opta en su conjunto por recordar constantemente que debe olvidar, en vez de reconocer que la herida sigue abierta y que debe tratarla.
Pero más allá de estas y otras deficiencias, el proceso electoral de este año confirma que la más perniciosa de todas las limitaciones del sistema “político” guatemalteco es la profunda desconexión que existe entre gobernados y gobernantes. Más aún, estas elecciones revelan lo exitosas que han sido las élites políticas y económicas en definir los términos del debate, es decir, en dictaminar qué se escucha y entiende como discurso político y qué no. Demuestran, también, que si en algo está incondicionalmente unida la élite es precisamente en impedir a toda costa la aparición de propuestas o proyectos políticos que no reflejen o se acoplen a sus intereses y proyecto de nación. En otras palabras, las élites económicas y políticas han sido sumamente hábiles en diseñar un sistema político hecho a su medida que aparenta ser una contienda democrática entre candidatos y proyectos ubicados en diversas esquinas o lados del cuadrilátero político, cuando en realidad este no da cabida de antemano a visiones, propuestas o proyectos que no compartan o respeten sus intereses. Este exitoso control sobre lo que pasa por discurso político y lo que se considera ruido de fondo, aunado a la falsa apariencia de pluralidad política, explica al menos parcialmente la carencia absoluta de propuestas alternas que propongan un proyecto de nación que no gire en torno al consumo ni priorice los intereses de las élites.
Dice el filósofo Jacques Rancière en El desacuerdo: política y filosofía que la política no es la administración del Estado, la organización de los ministerios u otras dependencias públicas o las discusiones sobre el presupuesto nacional; tampoco la lucha contra el crimen organizado, la construcción de proyectos de infraestructura o la administración de justicia. Como en la antigua Grecia, a todo esto Rancière lo llama policía: la organización, distribución y control de territorio, recursos y población. La actividad política, por el contrario, es para Rancière aquello que hace visible lo que hasta ese momento era invisible, lo que hace que se escuche como discurso lo que hasta ese momento no era más que ruido. La política es, por consiguiente, la actividad mediante la cual los que no tienen ni voz ni parte adquieren una voz y se constituyen en parte. Lo que esta contienda electoral muestra abiertamente es que desde hace mucho que no hay política en Guatemala (si es que alguna vez realmente la ha habido), y que el mal llamado sistema político es más bien un sistema policial de distribución y control de cuerpos y recursos. Revela también, la perfección que ha alcanzado el arte de vendernos gato por liebre, policía por política. Que las soluciones que proponen los candidatos para los problemas del país giren en torno a la mano dura o la pena de muerte es por demás revelador.
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