Según cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), al finalizar marzo el virus habría dado positivo en cerca de un millón de personas. Un bicho que se traslada y contamina exponencialmente ha forzado a países enteros a imponer cuarentena absoluta o, como mínimo, a reducir sensiblemente sus niveles de funcionamiento.
El encierro y la distancia social es, hasta el momento, la única forma de controlar la expansión y de asegurar que la curva de contagios se achate, es decir, deje de crecer y se mantenga en índices que les permitan a los sistemas de salud darles atención a todas las personas enfermas según el grado de afección que muestren.
Sin embargo, el encierro o cuarentena promovido por el casi universal #QuédateEnCasa requiere de ciertas condiciones para asegurar que sea posible. En primer lugar, obviamente, significa que las personas tendrán eso: una casa, un sitio en el cual poder permanecer durante semanas, quizá meses, para detener el avance del contagio.
Requerirá también que quienes viven en familia dispongan de un espacio lo suficientemente amplio como para que puedan permanecer en casa sin que ello choque con las necesidades de trabajo o estudio de sus habitantes. Para quienes desarrollan teletrabajo (o sea, la realización de sus tareas laborales en forma remota), un equipo de cómputo y conexión a Internet —con ancho de banda adecuado— son herramientas vitales.
Con esas condiciones, quienes tienen un contrato de trabajo o pueden realizar sus tareas sin estar físicamente en un sitio, además de no laborar para una entidad cuyo aporte sea esencial en la emergencia, podrán pasar la cuarentena. Quizá con desgaste emocional por el encierro. Quizá con aburrimiento existencial por lo rutinario de las acciones. Quizá también añorando las distracciones habituales, por ahora canceladas.
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Lamentablemente, esas no son las condiciones de la mayoría en Guatemala. De acuerdo con datos oficiales, siete de cada diez personas que integran la población económicamente activa (PEA) forman parte de lo que eufemísticamente se denomina economía informal, es decir, sectores que laboran por cuenta propia en el comercio minorista e incluso marginal. Del 30 % restante de la PEA, no todas las personas están incluidas en el sistema de seguridad social por cuanto no están contratadas en relación de dependencia.
De esa manera, el 70 %, que labora por cuenta propia, si no sale a su actividad diaria, no vende. Y si no vende, no tiene ingresos, mucho menos ganancias. No tiene los recursos diarios para sobrevivir. Por lo tanto, debe decidir entre permanecer en casa y aguantar con lo que pueda tener para subsistir un tiempo o jugársela y salir a buscar el sustento cotidiano. Entre tanto, el porcentaje que tiene un empleo en relación de dependencia está ahora sujeto a la facultad otorgada por el presidente a las empresas de suspender los contratos. Algo que ha empezado a suceder y que ha sido aceptado por quienes temen que, de no hacerlo, puedan perder sus empleos. Entre quienes trabajan en el rubro de prestación de servicios (es decir, la simulación laboral mediante la facturación al empleador), muchas personas han visto sus contratos cancelados sin mayor explicación.
Marzo ha llegado a su fin. En poco más de una semana concluirá —si es que no lo hace antes el presidente— el toque de queda, que se ha vuelto de adorno. Es previsible que, al no haber mantenido la cuarentena real, la curva de contagio se incremente. En tal sentido, que se pase de un esquema vertical a una contaminación horizontal y que alcance a esa población que no tiene cómo garantizarse el pan sin salir a jugársela en un ambiente enfermo. Al final de cuentas, más que el bicho que arrincona al mundo, nos puede aniquilar el virus de la inequidad, el virus que nutre la desigualdad y ha mantenido a siete de cada diez personas sumidas en la pobreza y la pobreza extrema. No vamos a morir por abrazarnos o darnos la mano, sino porque unos pocos se han comido el pan y a los muchos solo les han dejado las migas.
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