El domingo pasado, mientras el aforo del Maracaná festejaba que Neymar y cía. ganaban –con goleada de por medio− la Copa Confederaciones, afuera del estadio, una multitud muchas veces mayor, dejaba a las claras la existencia de un descontento social que usó como catalizador a este torneo de fútbol, para hacer claro que en el Brasil del milagro de Lula, heredado por Dilma Roussef, existen problemas profundos, que no han sido correctamente abordados por uno de los gobiernos más exitosos de la izquierda latinoamericana.
El mensaje de las protestas preocupa sobremanera a muchos de los analistas cercanos a la izquierda, porque apuntan en la dirección de las críticas que se harían – y se hacen− a gobiernos de derecha, de corte populista; algo a primera vista inconcebible, considerando los pasados de las figuras de Lula –dirigente sindical− y Roussef – ex guerrillera. De esta forma, se han empezado a elaborar teorías conspiratorias que apuntan a sectores de la derecha brasileña como la mano invisible que empuja a las multitudes a las calles.
Sin embargo, este argumento no es convincente ante un movimiento detrás del cual no puede identificarse un liderazgo que las reivindique en su favor, con lo cual, su presunta utilización política pierde fuerza. Adicionalmente, hay que considerar que todo empezó como un reclamo sobre los incrementos de los pasajes del transporte público en varias ciudades, pero que se transformó en una crítica genuina y legítima sobre la calidad del gasto público, y las prioridades de la política pública alrededor de uno de los fenómenos que forma parte del trasfondo de esta historia: el Mundial de 2014, y la construcción y remodelación de los estadios, que son las modernas catedrales de la religión que llamamos Fútbol.
La organización de un Mundial de Fútbol, o de unas Olimpiadas, suelen ser una decisión de Estado, que básicamente busca enviar al mundo un mensaje claro sobre el bienestar económico o la fortaleza que alcanza una nación en un momento determinado de la historia. Este es el caso brasileño. El Mundial busca colocar a ese Brasil que se ubica entre las ocho primeras potencias económicas en el mundo, que ha superado a Alemania como fabricante de manufacturas, y que desea afirmarse como potencia rectora de la política sudamericana.
Sin embargo, la crítica de los brasileños al esfuerzo económico para modernizar la infraestructura deportiva de ese país es absolutamente legítima. Más aún, si se realiza sobre los gastos prioritarios de educación y salud, que son las banderas de los gobiernos de izquierda en todo el mundo. El poder de este mensaje es de tal magnitud que sirvió para apabullar a un ídolo como Pelé, que intentó quitarle legitimidad a la protesta social, invocando la magia del número 5 como sustrato de unidad nacional.
Seguramente los asesores de la presidenta Roussef respiran aliviados después de haber ganado la Copa. Al menos hay con que presumir de poderío deportivo.
Hablar del fútbol puede ser terriblemente impopular. Máxime en un país que se detiene por completo en cada uno de los seis clásicos Real Madrid- Barcelona que se juegan cada año. Habrá sin duda quien enuncie a Galeano con el Fútbol a sol y a sombra como argumento en defensa del deporte, pero creo que hace años ya, perdimos la esencia del juego ante la vorágine de un mercado que paga cifras de escalofrío por pases y comisiones. El domingo pasado, en el césped del Maracaná había juntos muchos más millones de euros de los que se requieren para solucionar algunos de los reclamos de los manifestantes. Y eso debería ser suficiente para hacernos reflexionar. Y lo escribe alguien que no tolera perderse un solo juego de la Libertadores, y que no pudo ver la final de ese torneo en 2008, debido a un ataque de ansiedad.
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