En primer lugar hay que recordar que la CICIG es una iniciativa original guatemalteca, desde la sociedad civil allá por el año 2002 cuando las organizaciones especializadas en temas de seguridad decidieron actuar ante la captura del Estado por cuerpos mafiosos que garantizaban una impunidad casi absoluta en el país.
El compromiso de la comunidad internacional fue inmediato con Guatemala, “un país ONU” por haber sido uno de los fundadores de la Organización de las Naciones Unidas, uno de quienes jugaron un papel trascendental en 1948, uno que lideró la resolución de las guerras centroamericanas por la vía pacífica, uno que participa en misiones de paz, y uno que recibió una Misión de verificación de la ONU (Minugua) para suscribir los Acuerdos de Paz de 1996 y tener una Comisión de Esclarecimiento Histórico.
Guatemala se puso a la vanguardia continental y de países con Estados capturados parcialmente por grupos de poder ilegales (y legales), al crear un ente como la Cicig y una Fiscalía Especial del MP para la Cicig, compuestos en su mayor parte por investigadores, policías y abogados guatemaltecos.
El proceso de creación fue ejemplar. Propuesto por la sociedad civil, después lo tomó como propio la oficina del Procurador de los Derechos Humanos, fue solicitada a la ONU por el gobierno de Alfonso Portillo, suscrita por el de Óscar Berger, aprobada por un Congreso con mayoría calificada en año electoral e iniciada durante el mandato de Álvaro Colom. Es decir, es un producto muy guatemalteco, de la sociedad civil e interpartidario, con las virtudes y defectos que esto conlleva.
La Cicig ha logrado especialmente dos objetivos que parecían imposibles en 2008. El primero fue demostrarnos a los guatemaltecos que la impunidad podía ser derrotada en el sistema judicial, demostrarnos un punto elemental en cualquier país que se quiera ser democrático: que se puede juzgar a los poderosos. Un caso complicadísimo para cualquier fiscalía del mundo, como el auto-asesinato de Rodrigo Rosenberg en 2010, fue resuelto con evidencias científicas y en su resolución evitó también un golpe de Estado.
Y el segundo fue algo que parecía estar a años luz en el Estado guatemalteco: construir las bases de confianza en el Ministerio Público (MP) para que por primera vez en nuestros 192 años de historia nacional contemos con una Fiscalía que puede procesar casos paradigmáticos de narcotraficantes, exmilitares, políticos corruptos, banqueros corruptos e incluso crímenes del pasado; y que además ha reducido en cinco años un 25 por ciento la impunidad de los asesinatos en el área metropolitana. Es nuestra responsabilidad como ciudadanos que en 2014 se asegure una continuidad en este sentido: una Fiscalía independiente y tribunales todavía más honrados.
El trabajo de Carlos Castresana –tan vilipendiado ahora– debe ser reconocido. Así como debe serlo el trabajo de todo el equipo de la Comisión y de la Fiscalía Especial del MP.
Ciertamente ha habido errores gravísimos en la Comisión –como convertirse en querellante adhesivo en casos que no eran paradigmáticos sino más bien menores o casi resueltos por el MP–, pero estos no tienen relación con la desproporcionada campaña de desprestigio que han llevado a cabo los grupos que están acostumbrados a que se aplique la ley para todo el mundo menos para sus amigos, familiares y socios.
El trabajo de Francisco Dall’anesse tiene un gran mérito: haber logrado, junto al MP, la condena de uno de los crímenes con más simpatía en la sociedad: la limpieza social por parte de autoridades. Que se haya condenado en un tribunal guatemalteco a la cúpula de la Policía Nacional Civil por el asesinato de reos es un paso hacia la humanidad que es una vanguardia en América Latina. Es decirle a las fuerzas de seguridad del Estado que en la República de Guatemala no se tolerarán ejecuciones extrajudiciales incluso de los ciudadanos más repudiables.
A esta nueva embestida contra la Cicig se han sumado el presidente Pérez Molina y el ministro López Bonilla, quienes han llegado a decirle al nuevo comisionado que no puede abrir nuevos casos. Una de las virtudes de la Comisión es precisamente que no está sometida a la voluntad de los presidentes ni los ministros, y eso debería quedar claro para los patriotistas.
Guatemala, nos parece, puede estar orgullosa del trabajo de la CICIG, y el nuevo comisionado Iván Velásquez, con su experiencia para derrotar a la parapolítica, puede hacer un cierre honroso para una experiencia que debería replicarse –tomando las lecciones aprendidas que brinda Guatemala- en muchos otros países de todo el planeta.