Agradezco a las amigas y a los amigos de la Autónoma de Madrid y de Venezuela que me escribieron y solicitaron profundizar mi enfoque en cuanto a los entramados de tales prácticas en América Latina y sus implicaciones. Por ejemplo, una colega me preguntó si la Guerra Fría había propiciado tales ensayos. Le respondí que no. A mi juicio, el período en que sucedió tiene como referente el paso de la era preantibiótica a la antibiótica y sí tuvo qué ver la guerra, pero no una de las convencionales del siglo XX, sino la Guerra de la Penicilina. Para mejor darme a entender argumentaré por contextos.
1. Lugar, sujetos de ensayo y tiempo. El experimento Tuskegee, también conocido como Estudio Tuskegee sobre sífilis no tratada en varones negros, Estudio sobre sífilis de los servicios públicos de salud, Estudio Pelkola e indudablemente con otros nombres en código secreto, fue concebido, puesto en práctica y concluido entre 1932 y 1972 en Tuskegee, Alabama. Los sujetos de estudio fueron afroestadounidenses pobres, que no sabían leer y escribir y que fueron utilizados para estudiar los síntomas y los signos clínicos, desde la inoculación del Treponema pallidum hasta su muerte, autopsia incluida. De tal manera, con un lapso tan largo de experimentación —40 años—, bien vale la pena preguntarse: ¿fue una política de Estado? Hemos de recordar que se detuvo por el Belton Report, que permitió incluso la creación del Consejo Nacional de Investigación en Humanos en Estados Unidos de América.
2. Lapso histórico. Ian Alexander Fleming, microbiólogo escocés, descubrió en 1928 que una sustancia extraída de los cultivos del hongo Penicillium notatum —la penicilina— tenía efecto bactericida, y poco favor le han hecho al científico escocés al decir que descubrió la penicilina por casualidad. Este globito del descubrimiento por casualidad no fue sino una respuesta alemana a los frustrados esfuerzos de sus científicos que durante décadas intentaron aislarla. Asimismo, los angloamericanos, merced a la metodología utilizada en Oxford que permitió purificar la sustancia, comenzaron en 1939 a utilizarla en humanos y le restaron mérito a Fleming. Primero experimentaron con ratones y luego con personas desahuciadas que autorizaron ser sujetos de experimentación. Así se logró dosificarla, lo cual permitió su uso en cantidades bactericidas sin ser tóxica para el ser humano. Para 1932, el experimento Tuskegee estaba limitado a cuestionar los efectos del tratamiento para combatir la sífilis, el cual era tóxico y peligroso. Pretendía entonces determinar si los efectos del tratamiento eran compensatorios en cuanto al poco éxito que se lograba. Así, se reclutó a 399 hombres afroestadounidenses y sifilíticos, a quienes se les engañó diciéndoles que tenían «mala sangre» y que se les daría tratamiento médico sin costo. La observación médica iría por los 40 años siguientes. La penicilina llegó, y a estos sujetos no se les informó que podían ser salvados con dicho fármaco. Por el contrario, se les previno para que no la utilizaran. Para 1972, muchos habían muerto de la enfermedad, otros de las complicaciones y 40 esposas estaban infectadas. Diecinueve niños habían contraído la enfermedad al nacer.
3. Los responsables. Taliaferro Clark, quien siempre salía fotografiado con uniforme militar; Eugene Dibble, jefe del hospital del Instituto Tuskegee; Oliver C. Wenger, director de la Clínica de Enfemedades Venéreas del PSH del Hot Springs en Arkansas; Karl Von Pereira-Bailey, director presencial del experimento en sus inicios; Raymond H. Vonderlehr, experimentador a largo plazo; Paxton Belcher-Timme, asistente de Pereira-Bailey; John R. Heller, conductor del experimento cuando ya la penicilina era el tratamiento de elección para la sífilis; y la enfermera Eunice Rivers, quien fue la única que trabajó en el ensayo durante los 40 años que duró, son los nombres de estos monstruos vergüenza de la ciencia. Por eso no los llamo doctores y menos médicos. Entre sus hazañas —por las cuales se felicitaban entre ellos— se cuenta la práctica de punción lumbar realizada por Vonderlehr para buscar signos de sífilis, así como la correspondencia de Wenger a Vonderlehr en la cual aquel felicita a este por escribir cartas engañosas a los negros (despectivamente) para que se dejaran utilizar y la estúpida defensa de Heller cuando todo se descubrió y él dijo que: «La situación de los hombres no justifica el debate ético. Ellos eran sujetos, no pacientes. Eran material clínico, no gente enferma». ¡Por Dios! ¡Y se rasgaban las vestiduras ante los experimentos de Josef Mengele, el ángel de la muerte, que experimentó con seres humanos en los campos de exterminio de Auschwitz! A todo esto, quienes leyeron mi última columna se preguntarán dónde está John Charles Cutler, el monstruito que replicó tales experimentos en Guatemala. Pues ahora voy con él.
4. De Cutler supimos gracias a la historiadora médica Susan Reverby. Se supo por ella que los experimentos fueron impulsados por la Secretaría de Salud Pública del Gobierno federal estadounidense (respondo así a mi pregunta inicial sobre si fue una política de Estado) y que Cutler, que había participado en Alabama, fue quien en mala hora llegó a Guatemala para experimentar, ahora con prostitutas, soldados, enfermos mentales, presidiarios y ¡niños del Hogar Rafael Ayáu! La diferencia entre el estudio de Alabama y el realizado en Guatemala fue que este se hizo entre 1946 y 1948 para comparar la penicilina con otros antibióticos que comenzaban a aparecer. Para lograr la cantidad de enfermos que tuvieron como conejillos de Indias infectaron a más de 1 500 personas. ¡Hágame usted el favor! ¡Más de 1 500 personas! Y algo peor: según los asegunes, la Oficina Sanitaria Panamericana estuvo implicada en el financiamiento. Es la organización que hoy conocemos como Organización Panamericana de la Salud. Claro, entre aquella y la de hoy hay un mar de diferencia, pero por la ética misma y en honor a la verdad debería pronunciarse en cuanto a lo sucedido. A la fecha nada se ha dicho en cuanto a la participación de las autoridades de Salud de Guatemala o del presidente de turno. En lo personal, no creo que Juan José Arévalo Bermejo, amigo personal de mi padre, haya tenido conocimiento de ello, pero, si lo tuvo, que sea la historia quien lo juzgue. Aquí no hay tema que tratar en cuanto a la ética. Nada por argumentar. Se pasearon en la ciencia, en la deontología médica, en la moral y en cuanto valor humano exista no en este mundo, sino en el universo entero. Y qué bonito. Allá en los Estados Unidos utilizaron afroestadounidenses contagiados para ver cómo progresaba la enfermedad hasta la muerte (aun pudiendo haberlos salvado). Aquí en Guatemala provocaron el contagio para ver la diferencia entre la penicilina y otros bactericidas o bacteriostáticos incipientes, así como la evolución en niñas y niños.
5. Vale la pena acotar sobre el hecho de que John Cutler no aparezca en la historia sino hasta que la doctora Reverby descubrió sus archivos. En el mundo médico se sabe que en Estados Unidos los segundones no tienen trascendencia alguna y que muchas veces son enviados a países de tercer o cuarto mundo para que puedan ejercer aquí o allá. Eso explica no solo por qué Cutler no aparece a la par de los monstruos Taliaferro Clark, Eugene Dibble, Oliver C. Wenger, Karl Von Pereira-Bailey, Raymond H. Vonderlehr, Paxton Belcher-Timme, John R. Heller y la enfermera Eunice Rivers, sino también que la metodología que utilizó, según lo publicado, es de lo más estúpido y ridículo. Cualquiera que tenga dos dedos de frente se da cuenta de ello. En pocas palabras, nos mandaron un segundón.
Los experimentos en Alabama, suspendidos en 1972, llevaron al establecimiento de instituciones que a la fecha velan por los seres humanos en lo que a investigación clínica se refiere. Yo, siendo médico, soy conciente de que en algún momento es necesario comprobar la efectividad de medicamentos nuevos, pero una cosa es experimentar legítima, ética, moral y científicamente y otra utilizar a la gente como ratas de laboratorio que se pueden desechar de cualquier manera y en cualquier momento.
Hoy sabemos que la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, y la secretaria de Salud, Kathleen Sebelius, no solo han pedido perdón a Guatemala, sino que han reconocido que aquellos experimentos carecieron totalmente de ética y los calificaron de «horrendas prácticas». Es de reconocer su entereza. Sin embargo, tal petición no borra lo hecho y me trae a la memoria la guerra interna de Guatemala, en la que Occidente y Oriente pusieron el dinero para que nos somatáramos. Nos dieron las armas para aquilatarlas (Galil y AK-47) y nos enseñaron las tácticas de insurgencia y contrainsurgencia para refinarlas, y nosotros, los guatemaltecos, pusimos el terreno de batalla, los combatientes de uno y otro lado, los heridos, los muertos, las viudas y los huérfanos.
Encima de ello tenemos que reconstruir el entretejido social del país en medio de espurias corrientes políticas, filosóficas y económicas como el neoliberalismo y la globalización, así que la pregunta ahora es: ¿quousque tandem, Catilina, abutere patientia nostra?
Por cierto, faltan diez días para que se venza el plazo anunciado por el vicepresidente de la república para dar a conocer los resultados de sus investigaciones. El Colegio de Médicos y Cirujanos es quien más pendiente debe estar de estas porque, más allá de su función investigadora dentro de la comisión, es el ente rector de la ética y de la moral del ejercicio médico en Guatemala.
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