Violencia que se diseminaba ya a principios de los años ochenta del siglo XX desde las entrañas del Estado hacia el resto del conjunto social.
El denominado “proyecto político militar” (que hoy en día, además, es claramente pro oligárquico) tenía como finalidad fundamental invertir la vieja fórmula de Clausewitz y hacer de la política una continuación de la guerra por otros medios. De ahí que Schirmer propusiera la noción de “constitucionalismo contrainsurgente” ya que era imperativo desarrollar un cálculo que permitiera seguir con prácticas basadas en el uso de la violencia, la vigilancia, el control y la disciplina, en un marco normativo de derecho, democracia y hasta (vaya paradoja) defensa de los derechos humanos. De esa cuenta es que Schirmer hablara en esos años del “saqueo” del Estado que el “proyecto político militar” efectuaba mediante el uso de las normativas legales y los procesos de pacificación. Saqueo que a su vez implicaba el vaciado ético de esas nociones jurídicas y políticas.
De tal suerte, la estrategia militar implementada en los primeros años de los ochenta pudo combinar los viejos referentes de guerra de baja intensidad y contrainsurgencia con nociones tales como “violencia humanitaria” y/o “amnistía”. Tal como Schirmer (1991) documenta en una entrevista hecha al exgeneral Alejandro Gramajo, se trataba de crear una proporción del 30:70. Eliminar 30 y ganarse el corazón y el estómago de 70, mediante la creación de polos de “desarrollo”, aldeas modelo, patrullas de autodefensa, fundamentalismo religioso, ‘fusiles y frijoles’.
La hipótesis de Schirmer tenía un alcance mucho mayor del que posiblemente previó en su momento. Ella consideraba que la táctica del “saqueo” le permitiría al ejército permanecer como una pieza clave durante los próximos 20 o 25 años. Se presentaría a sí mismo ante la sociedad como la piedra angular en el desarrollo de planes de seguridad (o mejor dicho, aseguramiento del “desarrollo” oligárquico) en Guatemala.
Hemos sido testigos desde hace más de 25 años de la puesta en marcha de ese proyecto. Los eventos del último año, además, confirman cómo la militarización ha hecho metástasis en el resto del cuerpo social, sedimentándose en las prácticas y mentalidades de muchos. El proyecto político militar (oligárquico) ha pasado a formar parte constitutiva de nuestra peculiar forma de administrar el deseo.
No resulta raro ver en titulares de prensa escrita y televisiva una sistemática presentación de imágenes que tiende a sacar de la esfera de derechos ciudadanos a cualquiera que no esté de acuerdo con este proyecto de violencia y privilegios. Las prácticas de los tomadores de decisiones en las empresas de noticias tienden cada vez más a reproducir sistemáticamente la lógica del azuzador de turba. Especialmente en los casos particulares donde el “enemigo común” de militares y oligarcas hace nuevamente presencia: indígenas, estudiantes, campesinos, sindicatos.
La interlocución que encuentra en población civil la sed mediática de sangre es abrumadora (especialmente en la Ciudad de Guatemala). La semana pasada leía con espanto, en la página de facebook de un diario nacional, un comentario de lector relacionado con una protesta. Decía más o menos lo siguiente: “deberíamos regresar a la época del exterminio. Esa es la única forma de arreglar este país, hay que matar a todos esos shumos”.
Esa sensación de espanto es igual al amargo sabor de boca que dejan ciertos hombres y mujeres de “bien” que exigen sangre y plomo al Estado para reprimir a estudiantes, campesinos y trabajadores sindicalizados. Siendo muchos de ellos los mismos que, con “frescor” libertario o divino amor al prójimo, visten playeras blancas, suben volcanes y manipulan masivamente a la clase media al instrumentalizar a su favor el descontento que causa la violencia.
Ya no estamos hablando de una práctica que le pertenezca únicamente al ejército. Algo se ha instituido y normalizado en el imaginario político de forma más amplia. El “proyecto político militar” (oligárquico), la estrategia del saqueo, ya no le concierne exclusivamente a los altos oficiales. Lo vimos resurgir en el gobierno pasado (con el saqueo basado en el discurso de la socialdemocracia) cuando se desplazó a cientos de campesinos y se asesinó a varios de ellos para favorecer a corporaciones de caña de azúcar, palma africana, mineras e hidroeléctricas. Lo vemos en este gobierno con presidente y ministro de gobernación militares, que actúan como guardaespaldas privados de “niñas lloronas”: patojos chispudos, leales a las cámaras empresariales. Todo ello se hace extremadamente tangible con el negacionismo oficial ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el cierre de los Archivos de la Paz, los estados de sitio, la represión de los estudiantes, el rechazo a las consultas populares.
De ahí que nuestra tarea ciudadana, si realmente queremos terminar con este infernal círculo, sea desmilitarizar los corazones y estómagos de tanto guatemalteco que vive de la violencia, añora los asesinatos en masa, las golpizas, las violaciones y el genocidio. Debemos abrirnos a la memoria, rechazar el autoritarismo, luchar por la participación y la construcción de una sociedad que no se intensifique entre la coprofagia y la necrofilia.
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* Schirmer Jennifer (1991) "The Guatemalan military project: an interview with Gen. Hector Gramajo." Harvard International Review 13(3): 10-13.
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