A la derecha se deja ver un empaque gris que bordea la orilla, parecido al de las refrigeradoras, que aísla el aire por dentro. La manivela, además de asegurar que los muertos no escapen, sirve de palanca para abrir la puerta antes de sacar al cadáver.
La parte inferior de la plataforma es sucia, hay algo que la corroe por los lados. Es muy difícil diferenciar de qué se trata. El color seco y café de la sangre vieja y el óxido son muy similares; seguramente están mezclados. El piso gris de granito es opaco y apenas refleja la luz. Desde sus entrañas se desliza con cierta dificultad, sobre un cojinete de plástico marrón, el riel que sostiene la estructura de la plataforma. Encima reposa ella, inerte, con el cuerpo desnudo en dirección al techo.
Trae el pelo corto. Sus ojos se encuentran cerrados y su boca apenas abierta. El rostro está manchado de mugre y sangre, un poco verde por los moretes. Los músculos del cuello y la clavícula se ven tensos. Sus brazos cruzados forman una equis. El derecho, que se aprecia más, muestra tres profundas cortadas entre el codo y el hombro. El miembro termina en la muñeca. Después no queda más que un corte limpio. La mano amputada trata de ocultar el tejido adiposo amarillo que puede verse a través de las profundas heridas que le hicieron sobre los pechos. Detrás del brazo mutilado salen apenas tres dedos. Se puede suponer que son del brazo izquierdo. Es difícil saber si están unidos al resto del cuerpo o han corrido la misma suerte de la mano derecha. Las caderas sobresalen por debajo de la delgada cintura. El pubis ha sido pudorosamente cubierto con un trapo viejo que refleja una escala de tonos de sepulcral café. Sobre la rodilla izquierda puede observarse otro golpe. Las piernas se extienden hacia dentro del aparato, parece que no quisieran terminar de salir del oscuro agujero. Como si desearan quedarse allí para el resto del tiempo. Esperando el fin de la nada.
Jean-Marie Simon tomó la foto a mediados de los años ochenta. La mujer en la morgue era maestra de escuela, tenía 26 años y dos hijos. Encontraron su cuerpo mutilado junto a una nota que decía: “habrá más”. Nunca la conocí y prefiero omitir su nombre.
Temo muchas veces que su imagen sea el cuerpo de Guatemala. Y ése es un cuerpo en el que no hay sutura posible. Un cuerpo muerto, un cuerpo inerte que ha sido forjado en el exceso. Un cuerpo que ya no puede hablar, caminar, sonreír, enseñar, acariciar a sus hijos. Un cuerpo no puede escribir su propio nombre para ser recordado.
Me he sentido muy afectado estos días. Es como si nunca pudiera despegarme de la historia. Todo esto no quedó en el pasado –me repito– y recuerdo que hace dos semanas volvieron a atacar a mis colegas investigadores en AVANCSO. Recuerdo que hace unos días asesinaron al esposo mi prima.
He pasado estos días dudando, pensando que cada una de estas cosas que siguen ocurriendo son otra amputación más de un cuerpo que ya ha muerto. Estos eventos representan la imagen de una entidad arcaica que envía fantasmas desde el inframundo. Un cuerpo perdido en la oscuridad del tiempo. Un miembro amputado que ya no puede volverse a pegar.
Me gusta imaginar que el juicio de genocidio iniciará un proceso que suture las heridas de la guerra, de la finca, de la Colonia… Eso debería ser lo más importante en el debate nacional. El problema, anticipo, es que esta violencia es nuestro único horizonte de inteligibilidad. No entendemos la realidad de otra forma. Hemos vivido tantas guerras durante tanto tiempo que ya no sabemos comprender el mundo de un modo diferente.
Por lo mismo, la memoria es un imperativo. Es una memoria que debemos traer a nuestros cuerpos vivos y hacerla recuerdo. Nuestros cuerpos que son los únicos que aún pueden ser suturados. Un recuerdo que ha de transmutar, finalmente, en lo divino. Pienso entonces en el recordar como un acto de trascendencia y espiritualidad. Pienso, nuevamente, en seguir escribiendo desde la herida. Ése es el regalo que nos han dejado los muertos.
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