Curioso, sin dudas, porque, mientras otros terribles problemas siguen aquejando a la humanidad (pobreza crónica, injusticias varias, hambre, falta de satisfactores básicos, guerras, consumo de tóxicos ilegales) y mientras otras enfermedades son muchísimo más letales que el covid-19, con secuelas de morbimortalidad mucho mayor, la pandemia ocupa todo nuestro tiempo y los medios de comunicación no cesan en un bombardeo continuo. «Disolvieron todas las protestas del mundo sin un solo policía. ¡Brillante!», reflexionaba inteligentemente Camilo Jiménez.
Entre tantas pandemias que nos siguen aquejando, ahí está el racismo o, para decirlo en clave políticamente correcta, la discriminación étnica (¡por supuesto que no hay razas humanas, pero el racismo se asienta en la falsa creencia de una raza superior a otra!; por eso es más significativo mantener el término, justamente para analizarlo y deconstruirlo). El racismo no es un problema nuevo. La historia humana es una sucesión de numerosos enfrentamientos entre los cuales el conflicto étnico es uno más. Se ataca lo distinto porque lo diverso no necesariamente es un campo que se conozca gustosamente, que se explore, sino que, ante todo, atemoriza. El sojuzgamiento de unos a otros, a su vez, puede anudarse con esa discriminación: «Nosotros, los mejores, tenemos derecho a explotar a esos inferiores».
La convivencia interhumana no es precisamente un paraíso. La idea de una convivencia armónica, pacífica, de feliz coexistencia entre dispares, de momento no pasa de aspiración. De todos modos, ello no justifica en absoluto la enfermiza idea de superiores e inferiores. Y si no hay explotación económica de los unos por los otros, hay desprecio.
Las constituciones políticas reconocen y defienden las diversidades étnicas, al igual que la carta fundacional de Naciones Unidas. No obstante, fuera de esas intenciones el racismo sigue siendo un hecho. ¿Hay vacuna contra el racismo?
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La forma en que se expresa la pregunta parece no ofrecer alternativas: pareciera, así, que el racismo fuera parte de la condición humana. Por principios diríamos que no. Sin embargo, es muy frecuente y cuesta mucho eliminarlo. Sería muy peligroso deducir de lo dicho que el racismo es inmodificable. No habría, entonces, mucho más que agregar. Sin embargo, hay alternativas. Si no, podría pasar por cierto aquello de las razas superiores. Por supuesto, definitivamente no es así.
El ser humano es un ser social. Siempre estamos en relación con otros. Eso nos define como humanos. Aunque esas relaciones no siempre y necesariamente son de cooperación y solidaridad, eso es posible tanto como la agresividad o la discriminación. Lo que sí podemos garantizar es la fijación de normas de relacionamiento para no dañarnos. Esa es la única posibilidad real de plantearse un límite a la violencia, a la discriminación: fijar y respetar leyes.
La convivencia se construye respetando al otro. El otro puede ser distinto a mí, muy distinto, pero nada autoriza a que no lo respete. Una actitud civilizada debe apuntar a ese ideal de respeto. No hay vacuna contra el racismo ni contra las injusticias. Pero hay la posibilidad de establecer leyes que nos permitan respetarnos. Esas mismas leyes, felizmente, no son definitivas, son perfectibles.
En Guatemala, con o sin pandemia, el racismo sigue absolutamente presente. Si bien se avanzó algo en todo esto luego de la firma de los acuerdos de paz, vemos que esa diferencia indio-ladino sigue cruelmente presente. La quema de un supuesto brujo días atrás (un médico tradicional maya) lo permite ver descarnadamente.
Suprimir, eliminar al otro distinto no es un camino conducente. Eso, en definitiva, no es sino alimentar el ciclo de la violencia, y eso no tiene fin. Primero brujos, después drogadictos, después homosexuales... ¿Y después? ¿Seropositivos? ¿Habitantes de barrios marginales? ¿Indígenas? ¿Mujeres? ¿Niños de la calle? ¿Y después judíos, negros, latinos, gitanos, tatuados, altos, bajos, gordos, flacos, jóvenes, viejos…? La lista no tiene fin. Y en algún lugar de la lista estamos todos.
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