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El Progreso. Civilizado como los animales

Un día, durante una de las esporádicas llamadas a mi madre por puro compromiso que ella aceptaba con la misma rigidez, me puse a llorar. No dije nada, ni ella tampoco.
Tal vez con Q1,200 al mes alcance para sobrevivir en El Rancho, no sé. Eso, en todo caso, no haría todo menos trágico, sino más.
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El Progreso. Civilizado como los animales

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En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.

1 de noviembre de 1993. Yo, 16 años. Sentado bajo el sol ardiente de El Rancho, el pueblo [que parece perdido en el tiempo] en donde nació mi abuelo. Y su abuelo. Más allá de eso, no sé. Mi familia paterna tiene un pasado un tanto difuso. La materna también, pero ellos son de otra parte y los conozco todavía menos. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde viene el apellido Pensamiento ni tampoco nos preocupa mucho. Yo mismo he preguntado un par de veces, pero me quedo tranquilo con saber que allá en El Progreso, hay más; tantos, que algunos tal vez ya ni parientes sean.

Hay un libro, Don Enecón Pensamiento, de César Augusto Palma, que nunca leí y quizás debiera. No sé. Me parece tan ridícula la gente que alardea de sus antepasados –casi siempre europeos, claro– que quizás por esa rebeldía adolescente que se queda rezagada dentro de uno aunque ya sea casi cuarentón, me sigo rehusando a averiguar. He escuchado a algunos otros Pensamiento decir que no hay indios en la familia. Y yo quisiera que los hubiera, tan solo para que no pudieran decirlo con ese asqueroso orgullo que se percibe en su tono. Ninguno es rico, siquiera. A algunos les va mejor que a otros, pero quizá no tener sangre india es una de las pocas cosas que alimentan su ego blanco clasemediero de zapato barato y carro pagado en abonos.

Al yo de 16 lo trajeron arrastrado al pueblo, claro. A ningún patojo de esa edad le gusta venir a un pueblo polvoriento con aires de esas licas de los Hermanos Almada, burdamente inspiradas en algún spaghetti western, que pasaban de madrugada por Univisión. Y menos cuando estudia becado en un colegio impagable y su frágil autoestima depende en mucho de no diferenciarse tanto de esos otros cuyos padres no solo pagan el colegio sino ropa importada y varios viajes de compras al año.

El yo de 16 siente un calor, insoportable.

El yo de 16 suda, imparable.

El Motagua, sucio y bajo; el antónimo a esa sensación de “refrescante” que la idea de un río suele traer a la mente.

Todo se ve de un naranja amarillento bajo este sol.

Los colores de las tumbas me alegran, al menos. Se ven lindos, pero el yo de 16 no lo dirá. Vinimos al cementerio. Mi abuelo viene todos los años.

Juan Pensamiento Velasco

Mi papá comenta que la emoción de los patojos de aquí es ver pasar el tren. Todos ríen, pero a lo largo del día me percato de que no era un chiste. Al yo de 16 años le parece patético y sigue escuchando a Black Box en su discman, muy capitalino él.

Puta, ¿cómo puede un lugar como este llamarse “El Progreso”? ¿Será que es parte de ese mismo cinismo cósmico que convenció a alguien de nombrar “Pacífico” a ese mar revoltoso que le hace a uno sangrar las rodillas, arrastrado por las olas entre piedritas negras?

El Rancho es, para casi todos, un lugar de paso; una parada en lo que se va a otra parte, para comerse un par de tortillas con gallina asada y chirmol picante. Pero aquí vive gente y de aquí vino mi familia. Bueno, puede verse así o puede verse como es en realidad: de aquí se fue mi familia buscando, precisamente, progresar.

Mi abuelo es un buen hombre. Macho terrible, pero un buen hombre. Así le enseñaron a ser, supongo. Las palabras se le sacan con cuchara, como no sean bromas o comentarios no demasiado críticos sobre política. Es inteligente, eso sí. Y entiendo que astuto para los negocios. Él progresó. Muy ahorrador, al contrario que mi papá y yo. De adolescente lo mandaron junto con su hermana, la tía Tere, a estudiar a la capital. Vivían con una pariente suya. Vidalina o Vitalina. Hablan con ella con mucho cariño, aunque con una dicción nebulosa que no me permite escribirlo con certeza. Hasta allí sé. Pero sí, se fueron de El Rancho y solo regresan a él optativamente. No tengo idea de si mi abuelo estudió algo en la universidad. Mi padre sí y ahora, a sus casi sesenta años, está por graduarse de una segunda licenciatura, luego de una maestría. Tiene varios hijos extraoficiales. Mi papá es de los “de casa”, digamos. Sé que por muchos años fue accionista de Eureka, la línea de buses urbanos, pero por problemas serios de seguridad dejó de serlo. No sé mucho más, porque nadie dice nada y en mi familia no se habla de dinero. También he oído que la familia es dueña de muchas caballerías en El Rancho, cuya propiedad ha causado muertes. Las tierras están ya invadidas y en disputas sucesorias o, tal vez, en un proceso sucesorio de esos interminables que terminan con acabar con la paciencia y el interés de la gente. Yo, en todo caso, no me sé ni me siento dueño de un solo trozo de tierra. Mi progreso, en todo caso, es mío, individual.

No sé, la palabra “progreso” me gusta. Quisiera poder usarla sin ironía, sin anhelo. Quisiera vivir en un país en donde un lugar que se llame El Progreso no sea un trozo glorificado de desierto lleno de niños blancos –no indios, pues– de pestañas polvorientas y pies descalzos que ya no esperan siquiera ver pasar el tren, porque ya no hay tren.

Tal vez me equivoco: tal vez mi progreso no sea mío; tal vez el de nadie lo es. Tal vez soy una cadena de sucesiones inevitables que comenzaron en El Rancho, El Progreso, con el abuelo de mi abuelo, que seguro era el más macho de los machos. Mi abuelo no se sirve solo ni la sal. Mi abuela le sala la comida, aunque el salero esté a su lado. Pero es un buen hombre, que a lo largo de su vida ha progresado. Digamos, mi abuelo nunca en su vida ha lavado un solo plato pero mi papá, con el tiempo, ayudaba a mi mamá con la limpieza de la casa y los trastos del fin de semana le tocan todavía a él. Eso es progreso, ¿no? Y bueno. Yo siempre, sin que alguien me entrenara para ello, fui enemigo de que en las reuniones familiares de los Pensamiento los hombres se quedaran sentados en la mesa mientras las hacendosas mujercitas iban a servirles su comida, una, dos, tres veces. Mis hermanos y yo nos servíamos solos. No sé, tal vez a mi papá le daba vergüenza eso. Pero ahora, porque uno progresa, me atrevo a cuestionarlo en recio.

Juan Pensamiento Velasco

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Cuando yo tenía algo así como siete u ocho años y mis hermanos (gemelos entre ellos), por tanto, tres o cuatro, intentaron despedirse de mi abuelo con un beso, como suelen hacer los niños chiquitos, a veces porque quieren, a veces a la fuerza. Pero mi abuelo empujó al primero con cierta amable grosería haciéndole ver al niño que, bueno, “los hombres no se dan besos”. Mi papá, sin embargo, progresó: nunca nos ha dejado de dar un beso, ni siquiera durante la adolescencia, cuando a uno esas cursilerías le dan pena. El yo de 16 años nunca dejó de darle un beso a su papá. El yo de 37 años, tampoco. Y no sé, quiero llamarle progreso al hecho de haber aceptado y asumido mi homosexualidad en una familia en donde el abuelo le dice al nieto que dos hombres no se dan besos. Uf, fue duro. Todavía recuerdo ese día, hace exactos diez años, cuando muy quedito, entre lágrimas, le dije a mi psicóloga de entonces lo que jamás nunca me había animado a pronunciar más allá de pensamientos acallados por alguna excusa negacionista: me gustan los hombres, soy gay. Y eso desató una vida nueva, un ánfora de pandora, sí, pero con un pájaro verde al final que cumplió su promesa: sí hay esperanza de vivir siendo quien uno es. Y es que yo soy quien soy. Y es que no me queda de otra. Y sí, soy un hombre homosexual con una familia machista de clase media que viene de un pueblo en donde, orgullosamente, no hay indios. Mi abuelo no lo sabe. Quizá muera sin saberlo. No me siento mal porque no lo sepa, tampoco. No sabría procesarlo, no sabría entenderlo. Le causaría sufrimiento innecesario. Mi papá lo sabe. Mi papá lava trastos y da besos a sus hijos, pero odia lo que considera un terrible defecto mío del cual se culpa. Tal vez cree que debió forzarme a jugar futbol. Tal vez cree que debió obligarme a ir al karate. Pero yo escribía y dibujaba y él me dejó. Apenas cruzamos un par de palabras al respecto hace algunos años. “Te cagaste en nuestra vida”, me dijo. Y, aun así, yo creo en esto como mi progreso.

Mi papá no es un tipo violento. Es un buen hombre, como mi abuelo y, como mi abuelo, limitado por su contexto. Machos, como deben ser; en mayor o menor grado, pero hay cosas que, pues no. Y, sin embargo, el progreso llega. Luego de mi salida del clóset ante mi familia, nos alejamos casi del todo por muchos meses. Ni ellos soportaban la idea de lo que yo hacía en mi cama, ni yo soportaba el aire tan denso de la decepción que sentían. Eso, más la primera ruptura de corazón de mi vida, me hizo entrar en depresión clínica. Fue tan paulatino como súbito, si es que eso tiene sentido. No dormía, casi. Lloraba mucho. Un día, durante una de las esporádicas llamadas a mi madre por puro compromiso que ella aceptaba con la misma rigidez, me puse a llorar. No dije nada, ni ella tampoco. Solo me escuchó llorando, por un buen rato. Cuando la calma llegó sola, me disculpé. Ella me preguntó si estaba ya bien. Dije que sí. Me dijo que, cualquier cosa, la llamara. Sentí su dolor. Quizás ese corazón con cuchillas de las imágenes de María sea una buena metáfora para las madres, después de todo. Al día siguiente, me llamó mi papá. “Me contó tu mamá que estás triste”, dijo secamente. “Pues, algo así”, respondí. “¿Y eso?”, me preguntó. “Pues, que un, este, amigo me quedó mal; y encima, me debe un dinero que le presté y se está negando a devolverlo”, expliqué con cierta mesura. “Hmm… ya. Si querés, puedo darle una lección”, ofreció. Mi papá, como dije, no es un tipo violento. Respondí que “la lección” no era necesaria, claro, pero supe que esa era su forma de decirme que seguía siendo su hijo, que me seguía queriendo y cuidando, que me apoyaba después de todo. Tal vez fue una forma muy burda, muy macha, hasta un tanto ofensiva. Pero fue la suya y yo la entendí. Y sí, fue un progreso. Un progreso como el lugar de donde venimos, que empuja a la gente hacia afuera.

El yo de 16 años no comprende cómo alguien puede vivir en El Rancho con tanto calor. Mi camisa estampada –estamos en 1993, después de todo– tiene tantos tonos como el cementerio del pueblo y es una sopa colorida de salado sudor. No recuerdo ya qué almorzamos ese día. Pero almorzamos y bien.

Los Pensamiento no hemos pasado hambre, aunque no sé exactamente a quién atribuir eso. Ciertamente ayuda el que no seamos indios, supongo. Me amarga decir eso. Me amarga que esa idea esté en mi familia, pero me pesa más estar rodeado cada día a cada momento de ella. Vivimos en un país tan injusto que pareciera un libro de esos exagerados para propósitos fílmicos. Pero no. Aparentemente, según los discursos oficiales de la clase alta/empresarial (que, oh, sorpresa, son la misma) y de los lacayos que ellos mismos logran financiar para ocupar los puestos públicos, el progreso no logra entrar a Guatemala por culpa de esos indios que no entienden, que no quieren dejar de ser pobres. Claro que el discurso se repite a conveniencia sin que el progreso deje de estar encarcelado en las cuentas bancarias de algunas familias y sin que la situación que ellos dicen que no existe, pero que sí existe, ayude a progresar a nadie más. Gracioso el asunto ese de “Mi familia progresa”, ¿no? Por algún motivo el programa apenas duró ¿qué? ¿tres años? Y aún así hoy la gente habla de haber vuelto a los indios pobres unos huevones y mantenidos, como si de décadas se tratara. Que si se iba a poner a tener hijos con tal de recibir un par de cientos de quetzales, como si eso alcanzara. Que si esto, que si lo otro. ¿Qué será eso que nos impide reconocernos en el otro? ¿Qué será eso que nos prohíbe preocuparnos de la miseria ajena cuando no refleja la propia? ¿Hay progreso sin empatía? ¿Por qué los guatemaltecos somos permanentemente como ese yo adolescente que prefería escuchar música de moda que tratar comprender el ardiente derredor? ¿Por qué pasamos por El Rancho a comprar tortillas con gallina para ir a otra parte más agradable sin pensar en ese lugar en particular, en esa gente que corre en chancletas hacia los carros para lograr vender algo? ¿Quién nos impone las nociones de progreso? ¿Por qué las aceptamos? ¿Hay un punto medio entre esa bonanza económica que no hay modo de que llegue a las mayorías y los cuestionamientos a la tenencia material como única forma de progreso?

El yo de 16 años se quita los audífonos del discman para almorzar en casa de una tía abuela, ya en Sanarate, lugar un poco más fresco que El Rancho. Suena Roberto Carlos en la radio. Tal vez los demás conocen la canción, pero yo no, aunque sí su voz.

Yo quisiera poder aplacar una fiera terrible
Yo 
quisiera poder transformar tanta cosa imposible
Yo 
quisiera decir tantas cosas que pudieran hacerme sentir bien conmigo
Yo quisiera poder abrazar a mi 
mayor enemigo
Yo quisiera no ver tantas nubes oscuras arriba
Navegar sin hallar tantas manchas de aceite en los 
mares
Yo 
quisiera ser civilizado como los animales
Yo no estoy contra el progreso, si existiera un 
buen consenso
Errores no corrigen otros, eso es lo 
que pienso
Yo no estoy contra el progreso, si 
existiera un buen consenso
Errores no corrigen
 otros, eso es lo que pienso

Yo quisiera ser civilizado como los animales. Suena poético, tipo Coelho –aunque el yo de 16 años aún no conocía a Coelho y, de conocerlo, seguro no le habría hecho el feo como se lo hago a los 37. Pregunto a mi mamá el nombre de la canción y me dice, sonriendo, “El Progreso”. Ella ya conocía El Rancho y no la llevaron arrastrada al viajecito familiar, así que quizá no encuentra curioso escuchar una canción llamada igual que el lugar al que fui. Tal vez solo por eso es que recuerdo esta pequeña e inútil anécdota. La canción no es ni particularmente profunda ni particularmente cutre, aunque la conciencia de Roberto Carlos al cantarla queda en duda dado que también le escribió otra bastante cursi al papa Juan Pablo II. Qué importa. La verdad es que ser civilizado como los animales no es una terrible idea, aunque suene a pregunta de concurso de belleza: “Si fueras un animal, ¿qué animal serías?”. Pero nunca olvidé esa canción.

En Sanarate, donde almorzamos, está Cementos Progreso. Otra vez, la ironía cósmica del nombre. Una empresa monopólica todopoderosa. Incuestionable, vaya.  Al yo de 37 años le preocupa inmensamente –y sí, me preocupa sentado cómodamente en mi escritorio, lo sé – lo que ocurre con Cementos Progreso lejos de El Progreso y lejos del progreso, en San Juan Sacatepéquez. En septiembre once personas murieron en el caserío Los Pajoques, en circunstancias que siguen sin estar claras del todo y que Cementos Progreso, aprovechando su hegemonía, que también es mediática, ha utilizado para victimizarse y culpar a los indios haraganes que se oponen al “progreso”. Los conflictos derivan tanto de la planta cementera San Gabriel que se instaló en contra de la voluntad de los pobladores, como por la construcción de un “anillo regional” que -aunque de dientes para afuera- vende la idea de descongestionar el tránsito vehicular de la ciudad (¡ah, el progreso!) coincidentemente iniciará en su planta San Gabriel, en San Juan Sacatepéquez, pasando cerca de las licencias mineras de oro y plata de San José del Golfo y de San Pedro Ayampuc y culminando, precisamente, en Sanarate, donde está San Miguel, la planta principal. Qué coincidencias trae el progreso, que beneficia con una carretera propia a una compañía autoendiosada pero niega a la gente común la posibilidad de estar en contra de lo que consideran una invasión a su territorio, a su rancho, pues.

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Y, vaya, el progreso en El Progreso también da sorpresas. Hace algunos meses fueron creadas unas instancias administrativas gubernamentales cuyo propósito era atraer inversión y generar más empleos en los municipios. En agosto recién pasado, estas instancias entregaron a la Comisión Nacional del Salario sus propuestas para fijar un nuevo salario mínimo –aunque en realidad debiera llamarse salario ínfimo– en cuatro municipios, dos de ellos ubicados en El Progreso. Pese a que en 2013 la canasta básica subió algo así como un 11% y el salario mínimo apenas fue incrementado en un 5% –a un máximo de Q2,530– la gran idea para atraer inversión es que el salario mínimo en San Agustín Acasaguastlán sea desde el próximo año de Q1,200 al mes y en Guastatoya, la cabecera departamental de El Progreso, de Q1,780. ¡Ah, los misterios del progreso! ¿De dónde habrá salido este numerito? ¿De verdad cree alguien que una familia puede progresar con Q1,200 al mes? ¿Sabrán al menos si en El Progreso trabajan ambos padres de familia o el padre sigue siendo el único “proveedor”? ¿Qué tal serán las escuelas y los hospitales? ¿Serán mágicamente distintos al resto del país y por eso ellos para vivir allí necesitan tantísimo menos al mes que los demás? ¿Qué tipo de conciencia se requiere para proponer algo como esto? ¿De verdad podemos considerar progreso crear empleos que apenas alcancen para la subsistencia? ¿Acaso no es eso lo que nos tiene tal cual estamos? “Peor es nada”, alegan al unísono los empresarios –me los imagino con un guatemaltequísimo Zacapa en las rocas en una mano– sin reparar en que "peor es nada" es un malditamente pésimo argumento si de buscar progreso se trata; digo, confundir las obligaciones empresariales con caridad cristiana -cosa muy pero muy distinta al progreso– es, además, cosa muy poco cristiana para lo muy cristianos que son.

Tal vez con Q1,200 al mes alcance para sobrevivir en El Rancho, no sé. Eso, en todo caso, no haría todo menos trágico, sino más. El Rancho es la casa de muchas familias, el Rancho fue la casa de mi abuelo y de su abuelo; tal vez de algún modo sigue siendo la mía en algún recóndito sentido metafórico que me toque comprender cuando esté yo arrugado como mi abuelo y, como él, esté en esa edad en que se desea súbitamente abrazar a los nietos que nunca antes se abrazó y se exigen llamadas y saludos que nunca antes hubo. Esa atención que no exigen, o exigen poco, los pueblos polvorientos abandonados a su suerte. Como los de El Progreso. Este año, todavía con la piel joven, yo mismo he decidido que iré con mi abuelo y mi papá a visitar nuestras tumbas; tal vez intercambiaremos un par de recuerdos creando así recuerdos nuevos. Tal vez, al final, resulte que esa aridez de la tierra en El Rancho sea poesía, un hermoso augurio disfrazado de polvo seco y caliente. Y es que viniendo de un pueblo con una tierra tan estéril, queda más claro que allí lo único que puede florecer es uno como persona.

Y sí, me ilusiona esa idea de acompañarlos gustosa y volitivamente a dejar flores en las tumbas de su memoria y absorber los colores del cementerio del pueblo, ya sin pena ni vergüenza, aunque seguro, eso sí, con el mismo calor. Me alegra no ser más el yo de 16 años que se cerraba a la realidad con tal de pertenecer al colegio de niños ricos en que estaba becado. Me alegra no ser un macho y que mi padre lo sea menos que mi abuelo. Me alegra yo poder besar a quien quiera y que mi padre bese a sus hijos hombres, aunque mi abuelo no pueda concebir la idea. Me alegra que no me enorgullezca la idea de no tener sangre de indio aunque a mi padre y abuelo eso los haga sentir mejor. Me alegra poder informarme y procesar la información. Me alegra discernir qué es progreso y qué no lo es... aunque lo disfracen de ello. Me alegra que en mi familia que es de El Rancho, El Progreso, y que salió de allí para progresar, quizá yo sea el único “progre”. Y eso, tal vez, ya es progreso. Quién sabe.

Juan Pensamiento Velasco

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