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El presente del horror del primer 11/9

Decía de nuestro mundo, tan distinto. En los últimos veinte años, el planeta pendular y gris de la Guerra Fría en América Latina se volvió un mercado de frutas tropicales: neoliberales fanáticos; progresistas que censuran como conservadores; conservadores que aprueban proyectos progresistas; un PRI de regreso tras aparente travestismo; un guerrillero viejo, muy franco, tanguero; una guerrillera menos vieja, nada tanguera, que busca consolidar el deseo hegemónico de Brasil.
Quiero quedarme con esto: tras estos cuarenta años, la prepotencia de la ignorancia aún tiene demasiado lugar, pero la sociedad civil de nuestras naciones dispone de más información y está aprendiendo a construir empoderamiento. Los individuos quieren más control de sus vidas; no hay un gran relato que enamore. Estamos, sí, en un mundo jodido, revuelto, despelotado, pero es preferible la confusión de esa variedad, el riesgo de tomar decisiones que la aparente seguridad de un mundo bipolar y chiquito.
Ilustración de Nora Pérez
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El presente del horror del primer 11/9

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El 11 de septiembre de 2001 los aviones se convirtieron en bombas, demolieron dos edificios simbólicos de Occidente y acabaron con miles de vidas de personas de todo el mundo. El 11 de septiembre de 1973, los aviones descargaron las bombas y demolieron un edificio simbólico de un país con tradición democrática. Allí no se acabaron muchas vidas —aunque sí una llamativa, la de Salvador Allende, primer presidente socialista electo en América Latina. En Chile, el horror comenzaría después, como correspondía a la lentitud de los setentas.

Es increíble cómo la Historia nos cachetea, al punto de que el horror, hoy, es el 11/9 de las Torres Gemelas y no el 11/9 de Chile, una fecha a la que le velocidad del siglo XXI parece haber puesto en la Edad Media. Pero no importa: el horror permanece, más allá de las fechas, una efemérides arbitraria en el continuo de la Historia, que ayudan a que sepamos que la violencia de hoy día no fue la de ayer ni será la de mañana. Ni la Historia de la muerte y terror comenzó con el primer 11/9 de Augusto Pinochet ni su legado social, político y cultural acabó en él, en el otro 11/9 y, seguro, no en éste.

El golpe de Augusto Pinochet en Chile no fue la primera dictadura —esa fue la del paraguayo Alfredo Stroessner— ni la más brutal —ese deshonor se lo disputan varias— pero adelantó procesos que otras sociedades vivirían más tarde. Chile fue el primer experimento neoliberal de la región, la economía pionera en abrirse al mundo, el Estado que declaró el primer impago de deuda. Sus empresarios estuvieron, también, en la popa de la internacionalización antes que otros.

Y Chile fue, también, el primero en consagrar la impunidad con una ley de amnistía en 1978, y esa herencia —la ausencia de revisión del pasado— ha sido más común en la región —más unificadora— que la pervivencia de los problemas económicos. Ninguna nación, excluida Argentina apenas regresada la democracia, se atrevió a llevar a los criminales de unas fuerzas armadas todavía poderosas a juicio. El mismo Chile, El Salvador, Nicaragua, Brasil, Paraguay, Perú, Bolivia— no han resuelto su pasado con los dictadores ni sus herederos, que quedaron en un limbo incorpóreo, sin justicia. Es una idea horrible, pero América Latina desapareció su pasado.

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El cambio mayor respecto de aquellos años fue la implosión de los grandes relatos, que ya no hay ni en oferta. Quedan las religiones, que uno desea que no gobiernen nada, y varios nacionalismos, que nada más crían ciudadanos de cabotaje. Pero lo importante —los sistemas que dividieron al mundo— ya no están. El socialismo se murió inane, su herencia de abuela vieja apenas un refrigerador herrumbrado con ideas mohosas en Cuba y Corea del Norte. El capitalismo es un viejo cascarrabias lejano del macho irresistible que pintó su literatura. El europeo se volvió misógino; Rusia y China son dos cabrones que maltratan a sus familias y Estados Unidos depende del viagra de la deuda para mantener la bandera en pie.

En medio —debajo— de eso, nosotros: las almitas solas. Se acabó el cuento neoliberal del crecimiento perpetuo y no funciona el cuento de que el Estado puede hacer mucho de manera sostenible. Por generalizar, en estos cuarenta años América Latina ha mantenido instituciones desnutridas —zarandeadas tanto por conservadores como progresistas— y la dedicación política a construir diálogos constructivos ha sucumbido a la batalla de prontuarios entre dirigentes. Es horrible cortoplacismo: más de una organización política pone primero la vocación de poder que un proyecto, y el Estado es, y con frecuencia, capturado por minorías —y mayorías— excluyentes y revanchistas.

Y está bien: podremos culpar por la herencia a Pinochet —y a Videla y Médici y Alvarado y Stroessner y Bordaberry y Ríos Montt y Siles Suazo y dale que va— pero cuarenta años son tiempo suficiente para ordenar la casa y doctorarse de adultos.

Por primera vez en cuarenta años, la región se encuentra con un mundo multipolar y sin una figura paterna que le ayude a navegar su adolescencia. Si los setenta fueron balas y tortura, los ochenta una década perdida entre crisis de deuda y los noventa la apertura al capital, no está muy claro qué otra cosa más que un interesante mejunje somos ahora. La idea de latinoamericanismo —que movió los sesenta y setenta—  es un proyecto de grupo, no una bandera continental, y está antes reducida a definirse por lo que combate —un supuesto imperialismo pasado de moda— que por lo que es, una agrupación coyuntural de personalismos con vocación de perpetuidad.

Decía de nuestro mundo, tan distinto. En los últimos veinte años, el planeta pendular y gris de la Guerra Fría en América Latina se volvió un mercado de frutas tropicales: neoliberales fanáticos; progresistas que censuran como conservadores; conservadores que aprueban proyectos progresistas; un PRI de regreso tras aparente travestismo; un guerrillero viejo, muy franco, tanguero; una guerrillera menos vieja, nada tanguera, que busca consolidar el deseo hegemónico de Brasil. Centroamérica que sigue atrapada en el trompo de los ochenta: revolucionarios vueltos empresarios de saco y corbata, criminales devenidos presidentes electos. La estable Costa Rica, el banco eterno de Panamá. Daniel Nicaragua Ortega, SA. El pseudo-socialismo petrolero —y no diré macondiano— de Venezuela. Cuba, que bajo la piel del lagarto demostró ser un gatopardo. Un Estados Unidos tan embarullado por su gordura presupuestaria como por un mundo más diverso e incomprensible —y al que, pareciera, lanzarle piedrazos retóricos garantiza el aplauso de la barra del barrio.

Mundito, mundón. Este lío.

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Durante 2013, trabajé con cronistas y narradores para presentar en un libro una visión del derrotero de trece países en los cuarenta años desde el golpe en Chile. Me confieso golpeado: esperaba historias que recuperasen la esperanza —tal vez porque yo perdí muchas y preciso llenarme el cuerpo—, pero hallé un profundo lamento por otra oportunidad perdida, por el aparente eterno retorno del pasado, por las impunidades y vicios irresueltos, el mesianismo, la violencia, el manoseo de las ideas, el racismo, la xenofobia, los heroísmos épicos, el olvido liviano, la memoria como negocio electoral. Estados cooptados, naciones convertidas en el harén de sus mandantes, políticos incapaces de construir proyectos más profundos que un tuit. Generaciones desperdiciadas. He hecho un esfuerzo por convencerme de que esa desazón no es una renuncia sino un reclamo en voz alta, de que todavía —caramba— tenemos esperanza.

Claro, no me es ajena la concentración de capital y la permanencia de diversos sectores de poder sin renovación, transparencia o renovación. Si bien es notable que la brecha entre ricos y pobres se reduce, no sucede en todos los países ni en todos a la misma velocidad. Nuestras economías, a más de doscientos años de la Revolución Industrial, son todavía primarias. La mayoría de las empresas más competitivas proviene de media docena de países pero somos una región donde convive una veintena de naciones con desarrollos muy desiguales. Muchas de esas empresas, también, son monopolios o tienen posiciones dominantes. El desempleo todavía es elevado. Se mueren niños y madres por enfermedades evitables. La educación tiene aplazos graves.

Para más, en cuarenta años, por tercos o por torpes, aun no parecemos comprender cuestiones básicas, como que las alternancias ordenadas proveen oportunidades para administrar mejor el presente y planificar el futuro, que los consensos y las negociaciones son siempre un mejor resultado que la victoria intransigente, y que construir naciones más justas no debiera —no debe, no— ir asociado a ninguna forma de autoritarismo.

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Y no: no quiero dejar el foco en la cuenta del fracaso. Quiero, por terco o por torpe, mirar nuestros pasivos con un filtro más fino, encontrar incluso en la crisis que cierra una puerta la oportunidad de abrir una ventana.

Entonces, digo:

Los gobiernos que más éxito han tenido —la Concertación chilena, las últimas dos décadas de Brasil, la (para mi sorpresa) perenne Costa Rica, tal vez Uruguay— parecen haber comprendido que la justicia social es un proceso que debe ser sostenible e institucional y no el producto de la voluntad hipercalórica de los personalismos.

Por primera vez en décadas, los países de América Latina parecen tener alguna oportunidad para seguir reduciendo la pobreza, que está bajando. Por primera vez en décadas, las clases medias se ensanchan en buena proporción. Desde hace dos décadas, cientos de miles de microemprendedores se han valido de la estabilidad para ofrecer a sus hijos oportunidades que les fueron negadas a ellos. En los últimos diez años, el capital disponible permite diseñar planes de infraestructura, educación, actualización tecnológica, modernización productiva —implementarlos tomará tiempo, exigirá continuidad. La capacidad de exportar se ha afianzado. Tenemos crecimiento, el principio para pensar el desarrollo.

Quiero creer que es posible, que incluso en las peores circunstancias hay señales de cambio, una triza como principio. Nada me parece mejor como ejemplo que el juicio al dictador Efraín Ríos Montt en Guatemala. En un país históricamente machista, dominado por blancos ladinos racistas y donde los indígenas no tienen derechos ni voz, numerosas mujeres ixiles contaron a un tribunal los crímenes cometidos por el ejército de Guatemala durante la dictadura. Y más: el caso contra Ríos Montt se sirvió en parte de la investigación de un equipo liderado por una mujer, y fue otra mujer la que dirigió a los fiscales que lo procesaron, y —sí— no fue sino otra mujer quien presidió el tribunal que lo sentenció. La condena fue anulada por la Corte y eso podría ser devastador, pero, y esto es central, esa derrota no ha calado como tal en Guatemala: el caso, los testigos, la sentencia fueron la victoria. En un país donde parecía escrita en piedra la imposibilidad de enfrentar al poder, la sociedad civil —las mujeres al frente— demostró que es posible empujar a la Historia para que dé un paso adelante. Algunas de esas mujeres ahora quieren llevar a juicio a los asesinos de Víctor Jara en Chile y a los militares y guerrilleros impunes de El Salvador. Sería otro paso más.

Por eso no me importa esta fecha, porque es sólo una marca memorable para revisar qué conseguimos y qué nos debemos, pero no puede, nunca, ser el sustituto del proceso. Quiero quedarme con esto: tras estos cuarenta años, la prepotencia de la ignorancia aún tiene demasiado lugar, pero la sociedad civil de nuestras naciones dispone de más información y está aprendiendo a construir empoderamiento. Los individuos quieren más control de sus vidas; no hay un gran relato que enamore. Estamos, sí, en un mundo jodido, revuelto, despelotado, pero es preferible la confusión de esa variedad, el riesgo de tomar decisiones que la aparente seguridad de un mundo bipolar y chiquito. A cuarenta años de nuestra infancia, América Latina no precisa tiranos ni demagogos para dejar la adolescencia y madurar.

 

* El autor es editor asociado de Etiqueta Negra Etiqueta Negra y coordinador y editor de un libro que publica en noviembre Penguin con 13 crónicas y ensayos inéditos sobre los últimos cuarenta años de América Latina.

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