De esto hará ya unos diez años, más o menos. No sé por qué nos juntamos todos los compañeros de trabajo en la oficina un sábado a mediodía. Siendo sábado, siendo mediodía y siendo chapines, la única cosa lógica que había por hacer en ese momento era ir a comer ceviche.
Cevichini, creo que dijo uno de los compañeros mientras daba saltitos de felicidad ante la posibilidad de ir a comer camarones por cuenta de la empresa. Uno de esos almuerzos de convivencia que suelen darse en algunas empresas.
A mí nunca me ha gustado el ceviche. No sé si sea un desagrado con profundas raíces en mi infancia cuando un desaprensivo convenció a mi papá de que tener cevichería era la mera tos (lo vivían convenciendo de invertir en empresas de las que nada entendía y solían casi siempre dar pérdidas). No sé si sea que luego tenía que preparar ceviches para los clientes de un bar que años más tarde tuvimos con mi mamá o si la sola imagen de ver como revuelven un montón de pescado con tomate y cebolla en una cubetota de plástico me corta el hambre. Pero igual fuimos, porque si algo está claro es que hay que hacerle huevos a la mara.
Como cualquier otro negocio que se precie, la cevichería tenía un guardia, un seguridad privada, un policía particular o como sea que se le llamara entonces. No había pasado a formar parte del vocabulario chapín la palabra “poli”.
Las cevichería (sábado a mediodía, recordemos) estaba a reventar. Y debimos de haber sido la gota que derramó el vaso en la capacidad de producción de la cevichería porque cuando entramos, el encargado dejó lo que estaba haciendo y le indicó al guardia que se pusiera a picar cebolla. Acto seguido, el hombre apuntaló la escopeta contra una pared, se enfundó un delantal y comenzó a picar un montón de cebollas con la destreza de alguien que lleva años en eso de confeccionar ceviches. Unas gruesas gotas de sudor comenzaron a formarse en su frente.
Nunca entendí por qué el poli tenía que estar picando cebolla en lugar de cumplir su trabajo de velar por la seguridad de los comensales y la cevichería.
En ese momento lo eché a esa gaveta con la etiqueta de “contradicciones inexplicables de Guate”.
Supongo que las explicaciones están en cómo miramos los guatemaltecos a los “otros”, los que tienen menos oportunidades, dinero, educación o poder. Debe ser parte del ADN nacional, esa idea de que el que está abajo carece de dignidad y lo mismo puede estar cuidando el local que ponerse a picar cebolla o lavarle el carro al señor de quien es guardaespaldas.
Ahora que mataron a una señora en una farmacia es inevitable pensar las causas que ponen al guardia de seguridad privada en la farmacia. O no.
Dijo Lovecraft que una de las cosas más misericordiosas que hay en el mundo es la incapacidad de la mente humana para correlacionar sus contenidos.
Vivir en la ignorancia del contexto da más placer que intentar entender. Explicar un sistema a partir de la anécdota es más fácil, y pensar en que el policía que mató a la señora es un hijo de puta, un maldito, un loco, un enfermo mental que merece todo el peso de la ley, la cárcel, la pena de muerte (la pena de muerte no, porque eso no es cool), lincharlo (aunque sea solo en las redes sociales) es menos oneroso que entender por qué estaba él en ese lugar, en ese momento, en esa condición.
Realmente no sé sus circunstancias y no voy a defenderlo. Lo que quisiera ver es que en lugar de condenar a un hombre, la gente que está escandalizada por el hecho hiciera algo por entender qué pasa con los guardias de seguridad privada.
Porque en el fondo, al guardia le pagan para varias cosas, la última de ellas defender el comercio donde está apostado. Además de picar cebolla, arrear a los cuentahabientes, limpiar los baños, lavar el carro y toda clase de tareas serviles, el guardia devenga su salario alquilando su imputabilidad.
Así, ante cualquier incidente que ocurra, el guardia será responsable. Y le caerá todo el peso de la ley. Y eso es así en todo el mundo, o casi.
La diferencia es que en Guatemala poner a alguien a que asuma el costo de matar a otra persona –sea en una farmacia o en un ataque con granada en la Zona 18– es tan, pero tan barato.
Es barato no solo por el sueldo que se le paga. Es barato porque en general no reciben capacitaciones para desempeñar su trabajo, no tienen mucha educación formal y no tienen mayor idea de cómo reaccionar ante una emergencia.
Como dije, desconozco sus circunstancias. Pero por norma general los guardias de seguridad privada son gente con la que es preferible no entrar en contacto. Si uno se pone a pensar que es cosa normal para estos hombres eso de dormir varios días seguidos dentro del negocio que uno cuida, devengando un salario que no permite soñar en un futuro mejor para los hijos, con miedo a que hoy sea el día en que te van a matar para robarte la escopeta o vas a tener que matar a alguien, entiende uno el estado de crispación en el que viven y por qué mejor evitar a toda costa interactuar con ellos.
Porque, le guste o no, la muerte acecha en todos lados. Esto es cierto en todas partes del mundo. Pero nunca como en Guatemala que la muerte puede llegar de manos del sicario, del asaltante, del bravucón, del guardia privado.
Y así, es mejor pensar que al hombre se le zafó un tornillo, tuvo un desbalance químico o recibió consejo satánico en ese momento. Porque la otra opción es pensar que hay un ejército de polis, que no han dormido, que no han comido, y a los que el sueldo no les alcanza para vivir, menos aún soñar en el futuro, y que están al borde de meterle un tiro a usted. Sí, a usted. En la cara.
Quizá habría que pensar en eso.
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