Hace unos días hice una presentación ante un grupo de maestros del sector público provenientes de prácticamente todos los departamentos de Guatemala. No dejó de impresionarme cuán conscientes están de su poder como agrupación sindicalizada, y conforme veía esos rostros variopintos, no dejaba de pensar en cosas como el poder ciudadano o nuestras esperanzas de desarrollo equitativo y justo. Al verlos, es imposible no meditar en que se les admira por su valentía, tanto o más de lo que se les detesta cuando realizan protestas públicas.
La primera razón para esto es porque en los lugares de Guatemala en los que prevalece la extrema pobreza y la precariedad (que son la mayoría), la institucionalidad presente dedicada a la población se reduce a la escuela pública o a un centro de culto o iglesia. Esto hace del maestro, principalmente el rural, una autoridad reconocida y respetada por la población. Sólo reflexiónese en el hecho que la gran mayoría de centros de votación son escuelas públicas, lo que quiere decir que, en buena medida, en nuestro país pueden realizarse elecciones gracias a que existe una red nacional de centros educativos estatales.
El análisis de las finanzas públicas también ayuda a comprender la importancia del movimiento magisterial. El Ministerio de Educación es la entidad pública con el presupuesto más alto (más de Q 9,350 millones en 2011), el cual en su mayoría (99%) es gasto en capital humano, y del cual a su vez el 70% es la nómina salarial del magisterio (más de Q 6,600 millones). Es una cuestión de escala: en términos presupuestarios el magisterio es un gigante.
La magnitud presupuestaria de la educación pública es lo que hace que los detractores de un Estado fuerte o de la reforma fiscal integral detesten tanto al magisterio nacional. En su visión, cuando el magisterio logra un aumento salarial, por minúsculo que sea, a este gigante presupuestario le da un catarro, pero el sector público entero sufre de pulmonía financiera.
Y los rostros de los maestros rurales lo que muestran es que eso lo tienen clarísimo. Ya sea por una motivación altruista (educar para tener un mejor país), o egoísta (lograr incrementar su salario, a todas luces demasiado bajo), cuando el magisterio aboga por un incremento salarial, la pulmonía financiera que sufre el gobierno lleva a la mesa de discusión la innombrable reforma tributaria. Y entonces, la cosa es de pelear y defenderse.
Es tocar un debate añejo, un problema crónico que padecemos. Por lo que no debería sorprendernos entonces que los líderes magisteriales sean como son. Quizá debamos analizar más, y no sólo dejarnos llevar por la estigmatización y odio mediático. Quizá lo importante no sea que no nos guste tal o cual líder magisterial, sino entender cual y qué tipo de adversario es el que ese líder está llamado a enfrentar.
Viendo los rostros de los maestros rurales recordaba algunos indicadores que siempre me avergüenzan. En Costa Rica y Panamá las personas con más de 15 años de edad tienen en promedio entre 8 y 9 años de escolaridad, con más educación pública que privada; mientras que en Guatemala tenemos sólo 5 años de escolaridad, con igual participación de educación pública y privada. Por otro lado, Costa Rica y Panamá se llevan más del 60% de la inversión extranjera directa que llega a América Central, mientras que Guatemala, con más privilegios fiscales, sólo atrae el 13%. Conclusión: Costa Rica y Panamá son más competitivos con más y mejor educación pública.
Debemos entender que el magisterio nacional es el puente que conecta dos mundos cruel y radicalmente distintos, que coexisten en una misma Guatemala. Es, nos guste o no, el mejor medio para hacernos competitivos, la apuesta más efectiva para superar la pobreza y cerrar nuestras enormes brechas de desarrollo.
Y, siguiendo la percepción urbana generalizada, a los maestros del sector público se les ve como antisociales o enemigos del desarrollo. Sin duda, algo para reflexionar seriamente.
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