Entonces, cabe preguntarse si todo pensamiento merece nacer a la vida mediante su expresión por cualquier medio. En esencia, sí. Y, al igual que alguien al conducir un vehículo resulta responsable por lo que haga con el aparatejo, de la misma forma toda persona que exprese sus ideas habrá de asumir las consecuencias de estas.
Lo anterior viene a colación a propósito de la casi generalizada circulación de panfletos impresos o de la proliferación de sitios de Internet o perfiles en redes sociales que llevan implícito un contenido que cae en la definición de discurso de odio. Es decir, aquel lenguaje que, según Rafal Pankowski, busca “degradar, intimidar, promover prejuicios o incitar a la violencia contra individuos por motivos de su pertenencia a una raza, género, edad, colectivo étnico, nacionalidad, religión, orientación sexual, identidad de género, discapacidad, lengua, opiniones políticas o morales, estatus socioeconómico, ocupación o apariencia (como el peso o el color de pelo), capacidad mental y cualquier otro elemento de consideración”.
En este sentido, no se trata de sustentar una visión política o de defender un posicionamiento ideológico y debatir las propuestas de este. Aquí caben los antagonismos que pueden resultar sanos incluso para el surgimiento de expresiones alternativas en ese u otro orden. El asunto es cuando, en nombre de la defensa de un planteamiento político, verbigracia el anticomunismo, se construye un discurso que no debate sobre las propuestas de su antónimo, es decir el comunismo, sino que se dirige a la construcción de un discurso de odio que estigmatiza y deslegitima hasta el nivel de poner en riesgo la integridad del presunto antagonista.
Aquí, entonces, ya no hay compatibilidad alguna con la libertad de expresión, y más bien lo que existe es un perverso uso de este derecho universal para encubrir un sentimiento negativo y destructor, como el odio hacia una persona determinada. Sentimiento que se proyecta hacia otras y otros por medio de su difusión mediante un discurso que lo contiene.
En Guatemala, este fenómeno resulta dolorosamente cercano. Ha larvado en el imaginario social del racismo y de la discriminación y ha vivido en la segregación y en la violencia de género. Desde allí, alimentado de estas fuentes, se ha robustecido para erigirse cual tablas de la ley en contra de cualquiera que pretenda defender algún derecho humano.
No es entonces el ejercicio de la palabra como expresión del pensamiento para el debate de ideas. Es el uso perverso de la palabra como mecanismo para estimular prejuicios e incluso llevar a generar acciones que deriven en daño a una persona o colectivo.
De tal suerte que, si un grupo determinado considera necesario promover debates ideológicos o políticos, hará un valioso aporte a la sociedad y a la democracia si lo lleva adelante en el terreno de las ideas. Pero, si en lugar de ello dedica sus energías, recursos y contactos a promover el odio hacia quien considere su antagonista y con ello poner en riesgo la integridad humana de este, no promoverá democracia, sino que fabricará el veneno para esta.
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