Mi carácter no fue forjado para la adulación pero sí moldeado en orden a reconocer los valores y la trayectoria de personas de valía quienes, sin parafernalias, han sido artífices de la historia contemporánea en América Latina. Hoy me referiré a una de ellas.
Conocí a don Gerardo Humberto Flores Reyes en 1969 cuando él era Obispo Auxiliar en la Diócesis de Los Altos y su sede, lógicamente, estaba en Quetzaltenango. Me pareció, a mis 15 años, que aquel obispo joven era totalmente diferente a los obispos preconciliares que había conocido. De mirada franca, decir directo, alejado de los inciensos y adverso a que le besaran la mano o su sencillo anillo episcopal.
Ocho años más tarde, el 17 de diciembre de 1977, fue trasladado a Cobán como Obispo de la Diócesis de Verapaz y en lo puramente externo llamó la atención el báculo que usaba: Una enorme raíz cuyo valor material estribaba únicamente en el barniz con que había sido pulida. Sin embargo, esa raíz era la muestra exterior de su ser interior y su doctrina: La opción preferencial por los pobres.
La conmoción que provocó en un Cobán y una Verapaz finquera, cafetalera, empresarial rudimentaria y donde “al indio” se le miraba como un objeto de explotación y no existía el indígena-persona, fue enorme. Igual que durante el sermón de Montesinos el Cuarto Domingo de Adviento de 1511 en la Isla La Española, durante su primera homilía de avanzada, la mitad de la sociedad (¿?) cobanera se salió del templo y la otra no volvió el siguiente domingo.
Cinco meses más tarde lo vi sufrir lo indecible cuando le compartí los pormenores de la masacre de Panzós, aniquilamiento que marcó el inicio de una noche oscura en todo el territorio de su diócesis. En aquel momento él estaba en Europa. Enarboló entonces la bandera de la justicia y la defensa de los más desposeídos salvando así de la muerte a miles de personas. Y el q'asawalhab', el aguacero torrencial de la injusticia y la infamia no se hizo esperar. Como decimos en buen chapín, le quisieron mover la silla hasta en el mismísimo Vaticano. Pero, quienes lo intentaron, últimos dinosaurios de un Estado que comenzaba a ser postcafetalero, cardamomero y narcomplaciente como habría dicho don Carlos Guzmán Böckler, olvidaron que la Iglesia está edificada sobre roca, es de piedra, es Pedro.
Logró permear a la sociedad citadina verapacense a través de dos movimientos: Cursillos de Cristiandad y Encuentro Matrimonial y poco a poco fue haciendo entender a la feligresía que la Iglesia no quería acabar con los ricos, nos hizo entender que la Iglesia quería acabar con los pobres, y no por medio del aniquilamiento sino por medio de la promoción humana. Digo la sociedad citadina porque en el área rural no hubo necesidad de trabajar mucho para hacer germinar la semilla del Verbo de Dios. Por algo dijo Nuestro Señor: “Te doy gracias, Padre, porque has ocultado estas cosas a los grandes y sabios y se las has revelado a los sencillos” (Mt.13, 25).
Monseñor Flores, hoy jubilado y con título de Obispo Emérito, cumplió 86 años el recién pasado 9 de diciembre y el 17 de los corrientes, 34 de haber tomado posesión de una diócesis cuyo primer obispo, fray Pedro de Angulo, murió en 1562 presuntamente asesinado por mantener la filosofía de Bartolomé de las Casas, el creador de la diócesis desde el Viejo Mundo. Y esa filosofía siempre fue a favor del mundo q’eqchi’.
Este 25 de diciembre el obispo Flores y mi familia cumpliremos 35 años de compartir la mesa de Navidad. Tendremos entonces la oportunidad de agradecerle que tanto él como su actual sucesor hayan mantenido incólume el pensamiento lascasiano.
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