Los viajes al campo atraen al antropólogo como el agua a los niños. “Viaje al campo”… suena a una expedición con cesto de picnic, sombrero veraniego, risas despreocupadas y saltos con los brazos agitándose armoniosamente de un lado a otro, entre los maizales. No es tal cosa, por eso le llamamos -con aires de superioridad- “trabajo” de campo. En realidad, requiere de una preparación previa, lecturas, discusiones, selección del terreno, de los contactos, esbozar lo que se busca y los términos bajo los cuales esa búsqueda será conducida. Lo cierto es que muchas veces, nada de eso te sirve de mucho: el “campo” suele cambiarte las premisas de la búsqueda y siempre te dejará con preguntas nuevas. Si sales sin ellas, el trabajo tendrá un sabor a ilusión truncada.
Llegamos a El Naranjo por primera vez, tomando la carretera principal que se dirige a Mazatenango. Íbamos a visitar a varias familias. Esa vez llegamos solamente a “explorar” el terreno y saludar. Tuvimos suerte porque una familia nos recibió sin previo aviso y logramos una entrevista fenomenal. Siempre es un desafío conectar con las personas con las que quieres trabajar. Por eso, necesitamos tiempo y en más ocasiones de lo que me atrevería a admitir, mucha suerte y “ángel”.
Se entra directo a la comunidad justo antes del puente que está encima del río Coyolate. Hay una especie de portal en forma de arco que anuncia la entrada a El Naranjo. A la orilla de la carretera, se encuentran cuatro puestos de frutas: mangos, melocotones de la costa (que parecen papayas rojas, pero no lo son), icacos, vainas de paternas, sandías, papayas, piñas… En la Costa, es mejor aprovechar las mañanas, antes de que el calor húmedo se torne agobiante y uno se convierta en un “dos patas de sudor andante”. Ahora que ya entró la época de lluvias, hay que cuidarse de los aguaceros de la tarde. Igual, esta vez no nos salvamos: cuando la lluvia arreció no tuvimos más remedio que mojarnos y enlodarnos.
El Naranjo es un antiguo parcelamiento que ha conservado su estructura en escuadra. Durante la Contrarreforma, sus habitantes “perdieron” estas tierras que recuperaron en los años sesenta. De los 34 parcelarios originales, cuatro aún están con vida, pero sus familias siguen viviendo y dividiendo las parcelas entre sus miembros. Algunos viven ya hacinados. El silencio me sorprende. En la entrada, desde un cobertizo nos saludan unos conocidos. Estacioné como pude y donde pude. Ahora entiendo la utilidad de una motocicleta: en ese momento envidié a alguien que conozco que se desplazó toda la vida en moto haciendo trabajo de campo. Un día –me digo- vendré en dos ruedas.
El nombre del parcelamiento sugiere un lugar plagado de árboles con naranjas. Era así. Desde que en las fincas cañeras vecinas empezaron a fumigar con RANDO que es un producto para “madurar” la caña antes de tiempo (ya no florea), ningún frutal se ha mantenido en pie. Una rápida búsqueda por internet me permite saber que el primer riesgo de la utilización de este producto es el daño a los cultivos vecinos.
De las casas, empiezan a surgir rostros curiosos. Casi todos los miembros de las familias están reunidos. Me parece raro. De la escuela emergen las únicas risas y voces del poblado. Los niños están en su clase de “Educación Física”. Me quedo observándolos un rato: me gusta ver cuando hacen ejercicios de estiramiento. Los hacen como pueden en el descampado que utilizan como área de deportes, juegos, recreos y quién sabe qué más. “¿Y en qué está trabajando ahora?” le pregunto a un señor con quien estamos sentadas conversando. Se me queda viendo. Nunca me sentí tan imbécil. La época de zafra ya terminó. Dura de cinco a seis meses al año: esta vez inició el 6 de noviembre del 2012. Después de la zafra, las familias sobreviven como pueden. Buscan trabajitos aquí y allá, las mujeres vendiendo comida o empleándose en las urbes, los hombres en la albañilería, herrería o el comercio ambulante. A pocos kilómetros de los grandes ingenios, de donde se supone que generamos un producto “tan guatemalteco como tú”, que nos beneficiará a todos tarde o temprano, malviven cientos de familias en comunidades como El Naranjo.
Pero en este país, esto ya no es noticia. El tema es que esa contradicción es el sustento de nuestra realidad: es el modelo que hemos engendrado para que unos pocos vivan pudientemente y el resto que vea qué hace. Otros reclaman vivir dignamente. ¿Quién me dice de qué dignidad hablamos? La vida de unos pocos se ha construido sobre la anulación de la mayoría de otras vidas. Suena repetitivo el asunto. No lo es para las personas que visitamos.
Iba conduciendo bajo la lluvia. Lo vi. Pero no me percaté de la visión hasta segundos después. Voltée la cara para cerciorarme que era cierto y no una imagen borrosa producida por la lluvia y el calor. Un tipo alto, delgado (me recordó a una foto de mi abuelo materno) caminaba erguido a la orilla de la carretera, totalmente enfundado en un traje sastre negro, con un sombrero a juego. Serio, con paso largo y decidido. Solo. Avanzando al revés del sentido de los carros. Me vi, nos vi: un anuncio de lo que somos. Gente que no agarra a cualquiera que esté más cerca para sentirse parte de algo. Optamos por ir solos y rodar por el despeñadero antes que tomar al vecino, verle y hablarle como cualquier ser humano. El Naranjo me invadió entonces: eran la mirada de D. que me recordó que ¡claro que se habían sentido parte de algo! Que la represión de los ochenta truncara un proceso en marcha era una cosa; pero su historia sigue escribiéndose. “Somos el resultado de historias” nos dijo una anciana de 86 años, y con ello inició su relato del don de “dar vida” como partera desde los 13 años. Su imagen enjuta se me quedó grabada: de esas manos desgastadas y arrugadas, retoñaron árboles. Ya no hay naranjos, pero hay vida.
Más de este autor