Lo mismo ocurrió la mañana del 18 de julio siguiente cuando, en la entrevista matutina de una importante radio guatemalteca, una candidata —cuyo mayor logro es haberse casado con una importante figura política— se refirió una y otra vez a frases y personajes religiosos para intentar convencer a sus electores.
El recurso de vincular expresamente la religión con la política como una forma de obtener votos es, quizá, la demagogia más peligrosa y detestable que algún partido o candidato puede recurrir, ya que tal mezcla nunca ha sido saludable en ninguna parte del mundo que se haya intentado: la religión es absoluta, inmutable, excluyente de la diversidad y, por lo tanto, intransigente, mientras que la política es flexible, incluyente, tolerante y predominantemente, dialógica y consensual.
Por eso, los pastores y las autoridades religiosas que basan su influencia en la “verdad inmutable” de sus mensajes, no deberían ser jefes políticos, porque en la práctica el mesianismo político es la forma más peligrosa de la política, y ese es el fondo del espíritu de la regla constitucional que le impide a Harold ser candidato presidencial.
El problema para Guatemala es que esta forma de hacer política se ha hecho cada vez más recurrente. La pregunta que podemos formular es: ¿Por qué en Guatemala el mesianismo político es tan recurrente?
Una primera respuesta es que en Guatemala prevalece un tipo de cultura política marcadamente autoritaria, basada en la falsa creencia de que es la excepcionalidad de las personas, y no las instituciones o las reglas universales, la que cuenta a la hora de hacer política. Por eso, en vez de ciudadanos, tenemos una cultura de súbditos o, en el peor de los casos, de servilismo político que convierte a todo guatemalteco frente a un caudillo en un fiel cómplice de sus caprichos y sus ocurrencias, con la esperanza de que tal mesías se “acuerde” de él cuando obtenga el poder.
La segunda razón es el modelo partidario que prevalece en las organizaciones políticas: redes de familias y de amigos serviles anclados en un caudillo mesiánico, que se articula en torno a procesos clientelares basados en la regla de oro: “Ayúdame, que te ayudaré; encúbreme, que te encubriré”.
Ante tales organizaciones políticas, el caudillo simplemente debe tener siempre la razón, porque él es la fuente de la autoridad y de las reglas. Lo importante, más allá de las anécdotas, es comprender el tipo de institucionalidad que construye este tipo de “partidos-caudillistas”, y para eso, nos referimos al siempre vigente Max Weber:
“Llámese dominación patrimonial a toda dominación primeramente orientada a la tradición, pero ejercida en virtud de un derecho propio; y es sultanista la dominación patrimonial que se mueve, en la forma de su administración, dentro de la esfera del arbitrio libre, desvinculado de la tradición”. (Weber, Max, 2005 [1922] Economía y Sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 185).
“Un caso especial de la dominación tradicional es la patrimonial, que se da cuando existe un cuadro administrativo personal del “señor” y se denomina patrimonialismo. El que gobierna no es un “superior” sino un señor personal y su cuadro administrativo no está constituido por “funcionarios” sino por “servidores”. (Rouquaud y Herrera, Patrimonialismo y Políticas sociales, Revista Kairos, No. 5, Argentina, Primer semestre del 2000) http://www.revistakairos.org/k05-08.htm)
La ilusión del Estado de Derecho que argumentan los juristas es una mera caricatura frente a esta definición caudillista-patrimonialista o sultanista que prevalece en Guatemala, debido a que el caudillo construye su propia institucionalidad, de reglas, lealtades y procesos, aun cuando en Guatemala supuestamente tenemos un andamiaje legal-formal: por eso, los partidarios de Sandra Torres y de Harold Caballeros, en una larga lista de políticos que quieren salirse con la suya, arremeten contra la institucionalidad cuando no les favorecen sus decisiones. Por esa misma razón, la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) declara que no hay condiciones para juzgar al todopoderoso Carlos Vielman en Guatemala.
La última razón se afinca en la mente de cada uno de los votantes: la “ilusión”, basada en la experiencia cotidiana del guatemalteco, que un hombre excepcional, fuerte y valeroso, sacará adelante a Guatemala porque “nos da su palabra”, o porque hace un “contrato” mediático con la sociedad Guatemalteca, como dicen un par de candidatos en la actual campaña electoral, es quizá la fuente individual que alimenta el mesianismo político y las promesas de campaña, vacías de contenido.
Mientras sigamos pensando de esa forma, buscando cada cuatro años que la solución a nuestros problemas como país vendrán del “cielo”, de la mano de un partido-caudillo que de la nada nos llevará al “paraíso prometido”, nuestro destino como país seguirá atado a los caprichos y ocurrencias de los personajes políticos dominantes en Guatemala.
No nos engañemos: transformar Guatemala es una tarea que depende de todos y cada uno de nosotros, y no de los seudomesías que, aun cuando quieran, serán incapaces de cumplir sus promesas.
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