Sin embargo, el ataque contra la subestación de Salcajá, marca una nueva época, en la cual, la Policía sucumbe frente a un enemigo que tiene superioridad de fuego, tecnología y logística.
En cierta forma, esto ya sucedió, cuando los 23 policías fueron secuestrados y sus armas robadas en Santa María Xalapán. El modelo de seguridad pública vive en una crisis permanente, y la ciudadanía se ha acostumbrado a convivir con ella. La debilidad institucional de la PNC, la corrupción, y la infiltración por grupos criminales provocan que la Policía goce de una escasa o nula confianza ciudadana. El salvaje ataque de Salcajá envía a la población un mensaje inequívoco y simple: la PNC no está preparada para brindarle seguridad.
Los traslados de agentes y la destitución de Gerson Oliva, dan cuenta de unos problemas estructurales en la Institución, que no son nuevos ni desconocidos. Desde la Minugua, al Crisis Group se han presentado diagnósticos, que aunque separados por más de diez años en el tiempo, presentan conclusiones similares. La PNC requiere de un cambio profundo, que pasa por el fortalecimiento y la dignificación de estos funcionarios públicos, pero también por la depuración.
En este contexto, anunciar la compra de armas de fuego, en un proceso directo y sin licitación, no puede ser la solución mágica a todos los problemas. Es absolutamente comprensible que se requiera de una renovación de equipos, dado que no existe – y si existe, no se aplica− una política de adquisición y renovación periódica de equipos para las fuerzas de seguridad, que además enfrenta como complicación −teórica y práctica− el embargo de armas impuesto por los Estados Unidos durante el conflicto armado interno. Lo cierto es que los fabricantes de Glock, Jericho, Beretta y otros proveedores e intermediarios, deben estar frotándose las manos, esperando la llegada de los emisarios del gobierno de Guatemala.
Si existe un 25% de equipo obsoleto, la lógica manda reemplazar ese material con otro de similares características, o evaluar la posibilidad de mejorar y unificar con el otro 75% −estandarización. Esto, con el fin de hacer más fácil el mantenimiento de las armas en buenas condiciones, y unificar los calibres, para evitar, por ejemplo, las pesadillas logísticas de proveer municiones 7.62mm y 5.56mm para diferentes tipos de fusiles de asalto.
Asimismo, la dotación de las nuevas armas debería hacerse de manera gradual y ordenada, acompañada de un re- entrenamiento en el uso responsable del arma de fuego –no se trata de pegar un tiro al bulto, por difícil de creer que parezca−, privilegiando a las unidades especializadas y de élite. Tampoco se debe perder de vista el destino de las armas obsoletas, para evitar que éstas vayan a dar, de alguna forma, a la calle, donde podrían ser reutilizadas.
Debo admitir que personalmente puedo entender esta situación desde la perspectiva del policía. En el ya lejano 2003 fui testigo de la existencia de revólveres de tambor −similares a los de un spaguetti western− como armas de servicio en la PNC, y que muchos agentes usaban como respaldo una Walther, de su propiedad, muchas veces no registrada...
Las organizaciones especializadas en seguridad, y el sector privado deberían exigir del Gobierno garantizar la más absoluta transparencia en este tema. Lo que no se debe perder de vista, es que una vez más el Estado es reactivo ante ésta y otras situaciones, porque sigue careciendo de una inteligencia civil, capaz de prever escenarios, manejar conflictividad, y asesorar en la posible toma de cursos de acción. Y eso debería llegar a ser realidad, antes que el primer embarque de armas llegue a puerto.
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