El segundo enfoque teórico que nos interesa en esta línea de análisis corresponde al famoso texto de Steven Levitsky y Lucan Way Autoritarismo competitivo: regímenes híbridos después de la Guerra Fría. En este contexto, el estudio del autoritarismo se realiza hoy desde contextos de democracia híbrida y menos en posiciones en blanco y negro: Ejecutivos que juegan en democracia (libertad de expresión, libertad de asociación), pero que para dar resultados utilizan formas de gobierno cuestionables. Sería interesante comparar este concepto con la noción de «democracia delegativa» apuntada por O’Donnell. Sin embargo, no hay espacio para hacerlo en esta columna.
Además, me parece muy importante simplificar los conceptos.
No se trata de hacer en este contexto una crítica al presidencialismo simplemente para convertirlo en la razón de ser de todos los males que sufren las democracias latinoamericanas. En efecto, esa Linzian nightmare debe quedar descartada: los derrumbes de la democracia en América Latina no se habrían presentado por la no existencia del parlamentarismo en América Latina. Tampoco el presidencialismo puede ser culpable —como lo explica Nohlen— de la experiencia dictatorial latinoamericana. Ahora bien, lo qué si es cierto es que, frente a la carencia de un ethos democrático que favorezca la práctica de la negociación y el consenso (además de los errores de diseño institucional), el régimen democrático se percibe como lento a la hora de proveer resultados. Por eso, y en particular luego del retorno a un contexto democrático formal, se han generado escenarios en los que, en esencia, sin importar el cómo, se espera que el régimen presidencial con atributos autoritarios dé resultados. Este acto de producir resultados tiene lugar en un contexto de autoritarismo sui generis. Como lo explica el mismo Levitsky: «En los regímenes autoritarios competitivos las instituciones democráticas no son fachada: existen elecciones muy peleadas y hay casos en que la oposición gana. Pero no es un régimen democrático porque la competencia no es justa: periodistas y activistas de oposición son hostigados, a veces arrestados o exiliados, y puede haber algo de manipulación o fraude electoral». Son bien conocidos algunos ejemplos de estas experiencias con relación al autoritarismo competitivo: Putin, Fujimori y Carlos Salinas de Gortari (por citar algunos).
Sin embargo, en todos los casos anteriores estamos ante figuras que contaban con un peso determinante en la conformación de las cámaras de representación para impulsar su agenda y así prosperar. Como lo explica también Levitsky: «El control discrecional del Estado sobre la economía puede fortalecer la capacidad de quienes llegan al Gobierno para prevenir o frustrar cualquier desafío de la oposición […] Los gobernantes pueden ejercer control discrecional donde pueden utilizar frecuentemente el sistema tributario, el crédito, las licencias, las concesiones y los contratos del Gobierno y otras herramientas de política económica para castigar a sus opositores y recompensar a sus aliados». En este caso, por ejemplo, la administración de Rafael Correa podría cumplir con algunos elementos del autoritarismo competitivo.
Todos estos casos provienen de contextos en los que se deseaba un Ejecutivo que produjera resultados claros y rápidos. En la mayoría de estos planos, los representantes del autoritarismo competitivo se caracterizan por ser actores políticos con una trayectoria dentro del sistema y con un conocimiento profundo de cómo funciona la bestia. Eso explica que puedan dar resultados a pesar de. De esa suerte, si, por ejemplo, las clases medias guatemaltecas quieren un candidato que pueda empoderar una agenda determinada y no caer en el entrampamiento legislativo, un outsider no es la mejor opción.
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