Resulta complicado encontrar dentro de los argumentos que justifican la actuación del Consejo de San Juan alguno que parezca medianamente convincente y compatible con la creencia de que hay ciertas garantías fundamentales que protegen a las personas por el mero hecho de serlo y que bajo ningún concepto pueden ser violadas. Reconocer la supremacía de estas garantías impide que uno sea objeto de arbitrariedades por parte del Estado o por parte de particulares. Renunciar a creer esto es abrir la caja de pandora y permitir que cualquier discursividad se imponga sobre la creencia en estas garantías que nos resultan altamente valiosas son un valor por sí mismo.
Hubo un acto violatorio de dichas garantías hacia un grupo de personas en San Juan La Laguna y cualquier matización o contextualización pareciera estar más basada en un prejuicio biempensante sobre la infalibilidad y jerarquía de ciertas categorías culturales por sobre el entendimiento racional de que eso que llamamos derechos fundamentales son la piedra angular de cualquier tipo de convivencia pacífica.
Así que o empezamos a creer de verdad en ese acuerdo racional que nos dice que hay un cúmulo de derechos irreductibles que ni el Estado ni ningún grupo en particular puede violar a causa de su propia visión del mundo, y se defiende sin titubeo, o nos dejamos seducir por la invocación discursiva que mejor se ajuste a nuestra propia cosmovisión y acabaremos justificando lo que mejor nos convenga, de la misma manera que el Estado guatemalteco justificó y justifica cada tropelía contra las expresiones de disenso de las comunidades en el tema de recursos naturales. Apelar a un discurso moral empático no nos aleja demasiado de quienes criminalizan la protesta social o que avalan la violación de derechos sociales invocando discursos como la sacralidad de la propiedad privada por sobre los derechos de las personas; el estado de derecho patrimonialista también vive del acto de invocar.
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Razón de sobra llevan quienes al menos intentan hacer un poco de sentido a lo sucedido en San Juan la Laguna: comprender pero sin justificar el que haya este tipo de conductas de parte de estas autoridades indígenas. Después de todo, ellos mismos han sido discriminados históricamente, han interiorizado una lógica intolerante de la cual han sido las víctimas usuales, ellos también son expulsados y segregados como los judíos que ellos expulsaron hace un par de semanas del disfrute de la ciudadanía social y política de este país sin que esto cause mayor revuelo. La pregunta aquí es si se puede o debe aplaudir un acto de discriminación por parte de quienes históricamente han sido siempre discriminados, como si el ejercicio de la injusticia tuviera algún tipo de propiedad restauradora en la dignidad de los mismos.
No por esto se puede dejar de creer en la importancia de la organización local ni en legitimidad de las autoridades ancestrales, pero no por un esencialismo burdo, sino por la legitimidad social que en teoría reviste esta forma de autoridad reguladora local (basta citar el ejemplo organizativo amparado en la autoridad ancestral pero que funciona bajo una lógica de la responsabilidad política racionalizada en los 48 cantones de Totonicapán); pero quienes creen que lo “ancestral” reviste algún tipo de valor intrínseco per se no están muy lejos en realidad de aquellas posturas paternalistas y etnocéntricas que esencializan al otro, negándole la obligación de ser individuo sujeto a escrutinio crítico en tanto sujeto autónomo y moral. En esta negación pareciera que las apologías biempensantes están más emparentadas con ese racismo que infantiliza a los pueblos indígenas (“pobrecitos, es que ellos ya son así”). También alguna vez se intentó endilgar el linchamiento y otros tratos degradantes como parte de la “justicia maya” pero que afortunadamente sabemos están poco o nada emparentadas con las formas de resolución del conflicto de los pueblos indígenas en este país.
Las instituciones locales deben ser sujetas al mismo escrutinio como cualquier otra institucionalidad pública, así como se han reconocido ciertos derechos así también debería reconocerse la obligación de sujetarse a un régimen que genéricamente nos dice que los límites de este tipo de autoridad terminan en donde empiezan los derechos humanos de los demás. Esto se encuentra ya estipulado en el artículo 8 del Convenio 169, no es nada nuevo. Lo que si habría que poner en el punto crítico es el cómo se constituyen algunos poderes locales cuando deciden de manera unilateral como en San Juan la Laguna. Es un tanto fastidioso tener que volver a repetir que la esencia del estado de Derecho es el triunfo del gobierno de las leyes sobre el capricho de algunos hombres; el poder local es un cuerpo vital del estado de derecho, no debería ser su negación.
Se puede entender por otro lado las reservas de algunas personas para pronunciarse con más firmeza respecto a esto: es bastante incómodo para los que creemos que esto fue un acto injustificado coincidir en apariencia con quienes se desgarran las vestiduras y dejan que su racismo fluya sin pudor alguno. Esas expresiones racistas que solo nos reflejan de nuevo la miseria cultural e identitaria que busca el menor atisbo de error para poner en tela de duda derechos conquistados, toman como pivote los derechos humanos que tradicionalmente critican por “aplicarse únicamente a los delincuentes”.
Y esa es la paradoja de esta situación: la condena moral ahora cae rigurosamente con todo el discurso aséptico hacia el indígena “discriminador”, la moralina de los derechos humanos cae hipócritamente con todo su peso y sin contemplaciones hacia el históricamente discriminado por parte de los racistas tradicionales, y es que conforme han pasado los días, el discurso de la justificación del racismo tradicional fue el ganador neto y no el discurso de la hegemonía de los derechos humanos. El tema salió a la palestra, causó una euforia que despertó gozosamente al racismo tradicional, este hizo alarde insolente de sí mismo al encontrar que había un fundamento “real” para su razón de ser, luego se vuelve de nuevo a la normalidad y parece que este incidente pasará a la historia como un recordatorio de que el racismo cotidiano tiene su justificación, después de todo “ellos también discriminan”.
No creo entonces que la mejor bandera para quienes han estado en la trinchera contra el racismo sea la de aplaudir el torpe acto discriminatorio en San Juan sino tomar esta coyuntura como un punto de inflexión para criticar esta lógica en donde el poder de discriminar no tiene su fuente únicamente en la pigmentocracia como tal, sino en la invocación de un tipo de discurso que le otorga un mandato ilegítimo a quién sea que lo sostenga, el poder de discriminar, de excluir o de matar en nombre de una causa superior.
Supuestamente transitamos de una época en la que se nos podía tildar de “subversivo” y bajo el amparo de cierto discurso cometerse cualquier abuso en contra nuestra, hacia otro estado de cosas en donde en la jerarquía de nuestro entendimiento hay un valor supremo resumido en una serie de garantías consagradas en nuestra vilipendiada Constitución y que supuestamente nos protege de este tipo de abuso, pero vemos que de nuevo se regresa a la lógica de la invocación de ciertos discursos para justificar la arbitrariedad, sea este de la derecha neoliberal o sea desde posturas que se dicen a sí mismas progresistas. Quizá sean micos aparejados de mi parte, o secuelas de nuestra oscura historia reciente, quien sabe.
* Sociólogo por la Universidad de San Carlos de Guatemala, tiene una maestría en investigación social aplicada por la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente es docente e investigador en la Universidad de San Carlos de Guatemala; ha trabajado como investigador del área de Estudios cuantitativos de la Oficina regional de la Organización Panamericana de Mercadeo Social –PASMO– y como consultor para el Instituto de Problemas Nacionales –IPNUSAC.
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