Intento escribir algo sobre lo que traía en mente para la entrega de esta semana: la actitud de férrea “defensa de la Constitución” de aquellos que, encendidos en patrio ardimiento, se pronuncian inconformes con candidaturas presidenciales cuestionables, particularmente la de Sandra Torres. Un tópico que ya se volvió lugar común en las opiniones, expresiones y discusiones sobre política partidista en los últimos días y sobre el que, seguramente, habría mucho que decir, porque representa la cruda radiografía de cierta reflexión política producida por la ciudadanía con más o menos acceso a información y medios de comunicación.
Sin embargo, es un poco difícil poner orden a las ideas en medio de este largo peregrinaje: entre aeropuertos, pasos apresurados, controles migratorios, expresiones rígidas de gente de todos tamaños y colores, la clásica voz robótica de los altoparlantes, y un enorme deseo de que el tiempo se abrevie para llegar lo antes posible a Guatemala.
En cuanto encuentro tranquilidad en un momento de espera, francamente no me nace más que escribir sobre el hombre que más amaba las flores: Jacobo, mi abuelo, quien hace unos momentos acaba de partir de entre nosotros. Así que decido hacer una pausa y dejar los desencantos para la próxima semana. No puedo menos que rendirle un sencillo tributo, desde mis propias líneas, al hombre del enorme corazón que me abrigó durante todos estos años. Al hombre de quien aprendí sobre la dignidad de las manos que trabajan la tierra, la dignidad de las manos artesanas. A quien me enseñó a cantar y bailar sin miedo ni vergüenza, a amar la música y la fuerza de nuestra propia voz. A leer por placer y no por obligación. A sembrar flores. A ponerles nombre. A encontrar figuras y significados en las ensortijadas formas de los troncos y las raíces de los árboles. A enlodarme los zapatos nuevos sin preocupación. A robar el pan, recién hecho, que la abuelita prohibía comer caliente para no enfermarnos de la panza. A reírnos de nosotros mismos. A carcajearnos de nosotros mismos. A vivir a carcajadas, es más.
Siempre me pregunté cómo un hombre del autoritarismo de toda la vida (que creció durante el fascismo de la represión y las dictaduras y que vivió en el fascismo del pensamiento único después de firmada la paz) podía ser en este país, así, tan relajado y libre de algunos odiosos lastres de esa tradición, que por suerte, no lo absorbió del todo.
Regreso mentalmente al momento en que se nos va, a este circo político de las campañas electorales. Él desconfiaba absolutamente de los políticos. No creía en la gente que vive del diente al labio. Decía (y sabía) que los políticos jamás se acercarían a la gente ni a sus necesidades reales. Y no se equivocaba. Le indignaba la corrupción y los nepotismos que veía de cerca en algunos Cocodes y Comudes. Y aunque ya no pude saber lo que opinaba de este circo, creo que seguramente a estas alturas no se preocupaba más por esas banalidades.
Ahora ya no está, pero sigue estando. Profundamente. Vaya capacidad de albergar tantos cariños. Dicen que ha recibido cantidades descomunales de flores y visitas de despedida. Vaya manera de irse...
Yo le agradezco la inspiración para vivir respirando a todo pulmón. Le agradezco la sencillez, ante todo. Y esta tristeza, que como dice mi amigo Ru, es como la estela de un cometa que tuve la fortuna de ver. No hacen falta más legados.
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