Es decir, la primera cualidad atañe a la desaparición del poder de veto por parte de los militares (la vieja práctica pretoriana) para interrumpir el mandato emanado de presidentes civiles. La segunda cualidad se refería a la garantía que permitía la renovación de la clase política bajo la comprensión no solo de que todo contexto político se desgasta, sino de que además, por razones de democracia competitiva, eventualmente la oposición debía poder tener la posibilidad de comandar.
Grosso modo, las dos anteriores cualidades, sumadas a una serie de libertades políticas fundamentales, constituían lo básico de la calidad democrática. Lo que no estaba asegurado en los ejercicios de transición era la eventual intensidad con la cual la ciudadanía haría uso de los instrumentos democráticos ni la profundización de estos en dirección a ejercicios institucionalizados de fiscalización. Con excepción de casos contados en la región, como el de Chile, donde hasta 1925 se permitía que la Cámara de representantes pudiese censurar a los ministros, resulta que buena parte de los contextos latinoamericanos entendió la democracia solo como la presencia de partidos legales/legítimos y como rondas electorales aseguradas. La parte de institucionalizar los partidos, abrirlos, obligarlos a ser responsables ante su electorado y dotar de colmillos al sistema para depurar los vicios de corrupción dejados por los gobiernos militares fueron puntos de agenda que arribaron muy tarde.
La pregunta es por qué.
De todas las razones que pueden apuntarse (y hay muchas), a mí en lo personal me parece atingente referir a una condición que Nohlen reconoce en su reflexión sobre el presidencialismo latinoamericano. ¿Por qué, a diferencia de Europa, en América Latina hubo fascinación por el presidencialismo? Agreguemos algo muy propio de la historia de América Latina. Si bien es cierto que en dicha región no hay un criterio de unicidad en los tipos presidenciales (a nivel histórico-empírico, el presidencialismo en América Latina es cambiante), sí hay elementos comunes para explicar su preferencia. En esencia, resulta que el régimen presidencial tiende a la estabilidad y resuelve de forma efectiva.
Y en la historicidad latinoamericana, caracterizada por una cultura política de baja intensidad, ese acto de resolver implica que no importa el cómo. Lo fundamental son, en un solo plato, los resultados.
Uno de los mejores ejemplos en tal sentido lo constituyó el hiperpresidencialismo mexicano. Aseguró la sucesión pacífica, rondas electorales consecutivas, una oposición de papel, y a cambio había modernización. No hubo golpes de Estado, y México mantuvo un rol de peso en la región hasta finales de los años ochenta del pasado siglo XX. En otros contextos donde los Ejecutivos no estaban compuestos de partidos hegemónicos o bajo la presencia de lo que Lujambio denomina cámaras soviéticas (en referencia al PRI), buena parte de la ciudadanía (incluyendo a Guatemala) aceptó que sus Ejecutivos navegaran sin tormentas siempre y cuando se mantuviera la estabilidad macro. Y eso era más que suficiente para los marcos urbanos. Se priorizó el eje de reformas económicas por encima de las del Estado. Se habló antes de privatización que del problema de financiamiento de los partidos políticos. Se habló primero de la firma de tratados de libre comercio que de buscar mecanismos de elección de magistrados que no favorecieran a los Ejecutivos de turno. Incluso en el contexto actual, los ejes de combate a la corrupción (y Guatemala no es la excepción) están empoderados por mecanismos de cooperación como la Cnucc (Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción). A regañadientes —unos más, otros menos—, los Estados firmantes aceptan propuestas.
Pero, en términos generales, la historia contemporánea de América Latina apunta a una demanda poco visible pero latente en los contextos urbanos: se espera que los Ejecutivos de turno administren eficientemente la corrupción sin dejar la agenda modernizadora (en la cual, dicho sea de paso, no caben todos).
En el caso de Guatemala, es cierto que hoy la Cicig tiene una legitimidad bárbara en los distritos urbanos y semiurbanos que no tenía hace cinco años. Y la adquirió, interesantemente, en relación con un aspecto que resulta históricamente importante para dichos entornos: el tema fiscal. De no haberse destapado el escándalo de La Línea, quizá el escenario sería otro.
Ahora, independientemente del estado de cosas, me parece de nuevo que la consigna ciudadana debe apuntar a profundizar los mecanismos que depuren la democracia.
¿Se hará esto en ejercicio de la democracia formal? ¿O se realizará en un contexto sui generis? No es una pregunta fácil de responder. Porque ambas opciones presentan complejidades. La primera, que supone no interrumpir el proceso electoral, da por entendido que una clase política plagada de vicios asume magistraturas. Es comprensible entonces la percepción de la farsa electoral. La segunda opción, la de un aplazamiento y un gobierno de transición, presenta la pequeña complejidad de que cualquier reforma emanada carece de legitimidad popular —excepto si se realiza un ejercicio plebiscitario—. Pero aun así, en el futuro, cualquier iluminado podría argumentar que dichas reformas, producto de un gobierno de transición que no emanó del mandato popular en elecciones libres y competitivas, carecen de legitimidad. Y a abrir de nuevo la caja de Pandora para hacer overhaul.
Interesante dilema que la democracia guatemalteca se plantea llegada su madurez.
¿Cómo se resuelve este dilema?
Es lo que está por verse en estos días.
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