Ya sea porque son corruptos o corruptores, unos y otros dentro y fuera del Gobierno, han mantenido con recursos permanentes la cantaleta de su discurso. El hipócrita y falso nacionalismo, la exacerbación de la xenofobia y la apelación al olvido de las corruptelas, entre otros, han sido los lemas impulsados con fervor.
Han dicho muchas sandeces con tal de ocultar su verdadero motivo: la imperiosa necesidad de quedar impunes ante el descubrimiento de sus fechorías. El primero de ellos, el mismo gobernante de la república. Advenedizo en la política, escaló mediante todos los recursos disponibles, incluido el más socorrido de ellos: venderse al mejor postor (de paso, guardándose algo de plata, como es costumbre entre los mercaderes de la política en Guatemala).
Limitado en sus luces de análisis político, el inquilino de la Casa Presidencial ha sido habilidoso para seguir el guion de la operación en que se ha embarcado. Con aplicación inusitada ha ordenado, ejecutado y tolerado todos los pasos que su equipo y sus aliados realizan para lograr su único propósito: clausurar la lucha contra la impunidad y la corrupción. Para ello concentran sus energías y los recursos que pagan nuestros impuestos en socavar las bases de esa lucha, en anular la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig).
En ese afán destructor, ni Jimmy Morales ni sus aliados ni su equipo han mostrado escrúpulo alguno en usar de papel higiénico la Carta Magna, un texto constitucional que, si bien no es perfecto (sobre todo por haber nacido bajo la tutela militar), puede ser un valioso punto de partida para un contrato social realmente justo.
Esa Constitución, casi madura a los 33 años de promulgada, contempla el funcionamiento de una Corte de Constitucionalidad como máximo tribunal en cuanto a su interpretación. Dicha corte ha emitido varias resoluciones en las cuales le ordena al gobernante que enmiende la plana en su conducta ilegal, pero este, necio, sordo y torpe, no solo la ha ignorado, sino que también la ha desafiado. En esa actitud de soberbia e ignorancia, Morales ha contado con el coro de sus aliados y supuestos servidores del Estado, Antonio Arenales Forno, Acisclo Valladares Molina y Jorge Skinner-Klée, para conducir sus acciones contra la Cicig. Ellos tres, pese a que son empleados a quienes nuestros impuestos les pagan por cumplir funciones diplomáticas (de hecho, se les paga desde hace décadas a sus familias, que heredan las posiciones internacionales como cargos nobiliarios), las incumplen totalmente. Dejan de realizar su función de representar los intereses de la nación y el bien común e insisten en empujar a Morales a su aventura ilegal procorrupción.
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Mientras tanto, en Casa Presidencial, el otro coro marcha al compás de los tambores de guerra de militares retirados, quienes, junto con el ministro de Gobernación, malversan los recursos del sistema de seguridad para ejercer control social. Entre tanto, la entente procorrupción se engrosa con los congresistas que impulsan cerca de 14 iniciativas de ley encaminadas a concretar el cierre de espacios ciudadanos y a concentrar el ejercicio del poder autoritario. El espaldarazo a todo el entorno de destrucción lo provee un sector empresarial eternamente comprometido con lo más nefasto del ejercicio del poder en Guatemala y embarrado con los procesos de corrupción destapados por la Cicig y la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI).
Ya por necesidad propia de procurarse impunidad para él y su familia, ya porque tiene enormes inseguridades o una personalidad díscola como su discurso, o quizá porque no tiene la mínima noción de lo que es ejercer la primera magistratura, Jimmy Morales ha tomado las decisiones que mantienen a Guatemala en crisis social y política. No es un bufón, no es un pobre diablo, no es una marioneta de poder alguno: es quien ocupa y ejerce la primera magistratura del país y quien ha dado uno por uno los pasos que destruyen de manera acelerada el endeble entramado democrático que intentamos salvaguardar. De esa manera, a estas alturas de la historia, Jimmy Morales no es más que el verdugo de la democracia y el destructor de la institucionalidad.
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