Desde antes de la campaña electoral del 2011, las clases medias y altas de los centros urbanos tiemblan ante la posibilidad que este personaje pueda llegar a dirigir los rumbos del país. De alguna manera es entendible: como se sabe, el político, con alma de populista, no goza necesariamente de un carácter probo dada su aparente relación con negocios ilícitos, o la verificada usurpación y plagio de escritos que atribuye son de su autoría. Pero, ¿es o ha sido probo y sin tacha alguna quien hoy quisiera aferrarse al Guacamolón para aparentemente continuar su plan de gobierno?
Lo que no reparan sus críticos es que Baldizón, al final de cuentas, es una suerte de espejo del país, de sus dirigentes y cómo se toman decisiones trascendentales en el país: apariencias revestidas de buenas intenciones y modales; arbitrariedades en la interpretación de las normas y la ley; aplicación de legalismos jurídicos sin legitimidad social o política; arreglos entre grupúsculos que se asemejan a las mafias; todo arropado en una mezcla de kitsch y grandilocuencia de muchos de sus dirigentes, como ese gigante de la felicidad de Cayalá, que nada tiene que envidiarle estéticamente a una estatua del referido político en El Petén.
El cuco no es ni Baldizón ni Alfonso Portillo de quien se cree pueda regresar triunfante y con gran aceptación electoral en 2015, después de que cumpla su condena por lavado de dinero en Estados Unidos. Ni Sandra Torres que levanta todavía una serie de reacciones viscerales a diestra y siniestra. El cuco no es la corta duración del periodo presidencial en sí, como anota el presidente Pérez. El cuco, como se ha indicado ad nauseum, es el actual sistema de partidos políticos; cómo y quiénes financian las candidaturas; su efímera existencia y el eterno transfuguismo; la falta de incentivos positivos para formar liderazgos auténticos con vocación de servicio acorde, si no a una ideología, al menos a un ideario y visión realistas de país. Realmente, ¿una prorroga o extensión del mandato presidencial garantizarían mayor calidad en la representación política?
Por ello es que la valiente denuncia penal de Plataforma Ciudadana fuera (des)calificada por el mandatario como de payasada. Acostumbrados a que nunca pase nada y que la ciudadanía se resigne a la arbitrariedad y el capricho de sus dirigentes, o que cuando se organiza pacíficamente se envíen a las fuerzas de reacción (como en La Puya), las élites políticas y económicas seguramente se esperaban la reacción de los letrados y analistas en temas políticos y constitucionales, pero no una demanda que pusiera en tela de juicio las aparentemente buenas intenciones del actual gobierno.
Lo bueno a rescatar de toda esta conspiración que abarca a los poderes del Estado (en especial al Congreso de la República), con la anuencia de la misma Corte de Constitucionalidad, el silencio de la nueva fiscal en el Ministerio Público y el respaldo de algunos sectores empresariales, es que ha logrado aglutinar tanto a tiranos como troyanos en defensa de la institucionalidad. Fuerzas ciudadanas progresistas y sectores conservadores, todos los bandos opinan que tal iniciativa estaría en franca violación de la Constitución y abriría una caja de Pandora de dimensiones inesperadas. Quizá en algo se ha ido madurando, y ésta es la única parte positiva del debate que no debiera ser, pero que a la fuerza se ha ido instalando en la agenda pública.
Lo único que uno desearía es que esa misma energía se canalizara hacia la realización del bien común y tantas tareas pendientes, si tanto es el fervor por servir a la patria. Pero hoy como antes, no se puede manosear la institucionalidad para debilitarla más. Democratizar y fortalecer los canales de representación, llenarlos de contenido ideológico, con estrategias a largo plazo; continuar con la capacitación técnica y apartidista del servicio civil. Van allí dos temas que garantizarían lo que se persigue: la continuidad pacífica de proyectos exitosos inter-temporales del mismo o diferente signo político.
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