Que para sanar las graves carencias que sufrimos en Guatemala, el Estado requiere más recursos, es una realidad que no nos debería costar aceptar, y más apoyar. Solo pensemos en la desnutrición infantil, la cobertura y calidad de los servicios públicos de educación y salud, el transporte público de pasajeros, las carreteras y toda la infraestructura, etcétera. Ciertamente, las necesidades y desafíos socioeconómicos que enfrentamos requieren un Estado más fuerte y efectivo.
Ahora bien, esa necesidad de fortalecer el Estado que todas y todos debiésemos apoyar, tiene premisas muy importantes y obligadas. Quizá las principales son que el Estado debe gozar de mucha legitimidad ante ciudadanos y contribuyentes, y mucha de esa legitimidad proviene del uso transparente y eficiente de los recursos públicos. Solo con esa garantía fundamental, el Estado legitima su poder tributario, es decir, hace su parte en un contrato social: la ciudadanía tributa para que el Estado haga lo que la ciudadanía demanda y necesita.
Esta premisa es crítica en el caso particular cuando se aprueban nuevas cargas tributarias, las cuales serían legítimas, necesarias y justas (nunca populares, por supuesto, ¿a quién le gusta pagar impuestos?), si el gobierno ofreciera, precisamente, transparencia y eficiencia en el uso que hará de los recursos financieros adicionales que obtendrá. Es decir, que el gobierno contribuirá a fortalecer el Estado haciendo más efectivas y de mayor calidad sus intervenciones en salud, educación, seguridad, infraestructura, competitividad, etc.
Lo que ocurrió el viernes 28 de noviembre evidencia un menosprecio profundo a esta premisa fundamental.
Por un lado se aprobaron nuevas cargas tributarias (reformas a gravámenes existentes y un impuesto nuevo), pero por otro se aprobó un esquema regulatorio que se asemeja a una autopista de alta velocidad para la corrupción, el tráfico de influencias y la malversación de fondos públicos.
El rechazo ciudadano está creciendo en contra del presupuesto y las disposiciones fiscales recién aprobadas. Esta es una acción ciudadana urgente, necesaria y deseable, pero para que sea efectiva, al igual que para el Estado (recordemos la idea de un contrato social…), también debe ser legítima. No debe ser un berrinche o simple declaratoria de disgusto por pagar impuestos (natural y humano, pero irresponsable). Por favor, hagamos de nuestro ejercicio ciudadano algo más sustancioso, responsable.
El problema no son los impuestos nuevos, sino el inaceptable estímulo a la corrupción y la opacidad del gasto público. O para ser más precisos, nuestra acción ciudadana debiese concentrase en lograr los siguientes cinco puntos: 1) restituir la prohibición de suscribir convenios con ONG para realizar obras de inversión pública, especialmente prohibir esto a los Consejos Departamentales de Desarrollo; 2) restituir los certificados de disponibilidad financiera para evitar la denominada “deuda flotante”; 3) transparentar el subsidio al transporte público, eliminando la discrecionalidad y el beneficio a empresas específicas; 4) restituir la asignación presupuestaria para el servicio de la deuda pública, suprimiendo la asignación espuria que se aprobó por un monto de Q 1,965 millones dentro de las Obligaciones del Estado a Cargo del Tesoro como “Otros aportes con cargo al Ministerio de Comunicaciones, Infraestructura y Vivienda”; y, 5) aclarar la vigencia de las medidas fiscales aprobadas.
Son cinco medidas cuya legitimidad y respaldo técnico es muy claro, pero que lograrlas constituye todo un desafío político. Así, no caigamos en la tentación de perder nuestra legitimidad demandando el berrinche por nuestro disgusto por tributar, sino ganemos poder real planteando demandas legítimas y técnicamente sustentadas.
Es decir, no repitamos la que nos hicieron diputados y gobierno. Hagámoslo bien.
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