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El Consigliere tiene un proyecto (I)

Antonio Arenales Forno ocupó durante 30 años, sólo una vez interrumpidos, un espacio principal pero casi imperceptible de la vida política y diplomática de Guatemala.
Antes de instalarnos en un par de sillas forradas en cuero mencionó sonriendo algo sobre mi origen y unos datos personales no muy conocidos y me dio la impresión de estarme diciendo “no vayas muy lejos, sé quién eres y a qué vienes, te tengo medido”, como si negociara un tratado de paz o marcara el terreno.
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El Consigliere tiene un proyecto (I)

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Puede haber otros en Guatemala que en los últimos 30 años hayan ocupado tantos cargos importantes como él, pero es posible que ninguno haya pasado tan inadvertido, ninguno tenido tanta influencia y gozado de tan poca visibilidad. Ahora, Antonio Arenales Forno, el secretario de la Paz, está en escena. Y tiene un proyecto. Su proyecto de siempre. Esta es la primera parte de un perfil partido en tres.

Parte 1. Un Sean Connery poco risueño

Son decenas las fotos en blanco y negro y en color que cuelgan de la pared revestida de madera, y el ex presidente en su oficina las muestra con ufanía. Necesita ya acercar mucho la vista a esas imágenes que en distintas épocas se fue tomando con otros mandatarios o que ellos le regalaron, pero las repasa todas, un poco al vuelo. En algunos casos hace una pequeña descripción de su contenido y a veces ríe para sí mismo.

La variedad es grande.

Naturalmente hay mucho latinoamericano. El peruano Alejandro Toledo, un ex presidente boliviano –“ya me voy a acordar del nombre. Si es mi amigo”–, o juntos por ejemplo Fidel Castro, él mismo, y el nicaragüense Daniel Ortega cuando todavía vestía casaca militar. El ex presidente se detiene en esta imagen y hace un comentario. Al lado, quizá como contrapunto, hay retratos de Bush padre y de Bill Clinton. “Pero no de Bush hijo”, sonríe Vinicio Cerezo, severo y travieso al mismo tiempo, empequeñeciendo un poco su mirada oceánica. “Lo que hizo ese hombre…”.

En ese mosaico de fotografías hay algunas composiciones de grupo. Inexpresivos la mayoría, son hombres como frutas, fotografías como bodegones, naturalezas muertas. En una de ellas, situada en las filas más cercanas al suelo (pero hay todavía una mesita debajo), destaca un joven Óscar Arias de aspecto risueño y extrañamente vivaracho en lo que calculo que será una imagen de finales de los ochenta. Se lo deslizo con malicia al ex presidente. Óscar Arias ha gobernado Costa Rica dos veces, la última hasta 2010. Su anterior periodo, de 1986 a 1990, coincidió casi a la perfección con el de Cerezo, que duró hasta el 91. Fueron los años en que los mandatarios centroamericanos decidieron lanzarse a pacificar una región podrida de luchas intestinas desde hacía décadas.

El ex presidente hace caso omiso de mi comentario y desvía la atención. Por supuesto no mencionará el hecho ahora pero le molesta que la historia oficial le reconozca al costarricense el mérito de haber promovido esa decisión, y que galardonaran por ello con el Premio Nobel de la Paz de 1987. El pacto se denominó Acuerdo de Esquipulas II por la ciudad guatemalteca en que se firmó, las conversaciones se llevaron a cabo en Guatemala, y Cerezo fue, según él mismo y Ortega han defendido siempre, el principal promotor.

En aquellos años se ataron o comenzaron a atarse en Centroamérica algunas cuestiones cruciales, pero también en Guatemala: la Constitución de 1985, por ejemplo, una constitución garantista marcada en buena medida por el terror al Estado en todos los ámbitos pero amable con lo militar; o las negociaciones de paz, que diez años después desembocaron en los Acuerdos de Paz, con pactos sociales, una amnistía general y en el fin de la confrontación armada entre la guerrilla y el ejército. A Cerezo le tocó hacerse cargo de gobernar el país en aquellos tiempos de democracia tutelada.

Muchas de las costuras que en su momento se tomaron por obras de arte están reventando hoy poco a poco y con gran estruendo, están saltando moderada o inmoderadamente en pedazos. La reforma constitucional es un asunto pendiente desde hace años, en parte para retomar elementos de los Acuerdos de Paz, y el gobierno de Otto Pérez Molina parece dispuesto a llevarla a cabo. El giro simbólico que le dio el gobierno de Álvaro Colom a la dignificación de las víctimas y a la memoria histórica pero sobre todo los juicios en contra de añejos militares de alto rango, como el ex jefe de Estado Efraín Ríos Montt, han avivado el mortecino debate sobre la reconciliación, la amnistía y la impunidad.

Ahora, al borde de los 70 años y al frente de la Fundación Esquipulas, Cerezo ve lo que está pasando con cierto escepticismo, con desconfianza, un tanto incómodo. “Creo que estamos entrando en una etapa… no de crisis, porque como una vez me dijo Mario Monteforte la crisis es nuestro estado habitual”, se detiene y sonríe sin cinismo. “Sino en una etapa en la que podríamos tener la oportunidad de abrir la discusión en serio”.

"Discutir en serio" significa, para el primer presidente que gobernó con la Carta Magna actual, abordar y consensuar tres temas.

Los dos primeros son las reformas de la Constitución y del Estado, de manera que se ajusten a la complejidad y a la diversidad del país. “En el proceso de paz hubo avances y se tomaron en cuenta muchas de las causas del conflicto pero en buena medida todo está aún pendiente”. Los Acuerdos de Paz, por ejemplo, que pretendían llenar algunas de aquellas lagunas con sus propuestas sobre la diversidad, la economía, lo fiscal, se quedaron en el limbo cuando en el referéndum de 1999 para reformar la Carta Magna ganó el “no”.

El tercer tema pendiente según el ex presidente es la Reconciliación, una “reconciliación que, sin borrar la Historia, sin olvidarla, permita que las instituciones no sufran el descrédito del enfrentamiento ideológico”.

Unos minutos antes de pronunciar esa frase, Cerezo se había preguntado, un tanto retóricamente, qué pensamos hacer con el país. “¿Vamos a continuar con la pelea ideológica en los tribunales de justicia o vamos a empezar un proceso de reconciliación?”. Inquirí si eso significaba que las víctimas debían renunciar a procesar al ejército o a la guerrilla por sus crímenes y el ex presidente respondió que después de una guerra intestina cualquier ejército tiene que revisarse y transformarse, y que ninguna víctima puede perder nunca el derecho de buscar justicia. Pero, matizó, “no convirtamos la búsqueda de justicia en un juicio contra una institución; debe ser contra personas”.

Cerezo anda caviloso en estos días por el avance de la reforma constitucional aunque tiene su postura bastante clara.

Le parece que se pretende hacer “borrón y cuenta nueva con los Acuerdos de Paz”, aunque Fernando Carrera, uno de los miembros progresistas del gobierno, lo haya negado. La reforma “la plantea un grupo de personas que quieren meter la mano en el Estado para favorecerse del sistema económico”. Gente que pretende debilitar al Estado bajo la impresión de que lo están fortaleciendo, que aspira a privatizar el subsuelo, el espacio aéreo, las frecuencias. “Tengo la impresión de que se trata de llevar a la Constitución la visión empresarial sobre la explotación minera, la del agua, ese pensamiento retrógrado que no toma en cuenta a las comunidades y que implica una pérdida de control por parte del Estado”.

Y según Cerezo, hay un hombre “ideal” para todo esto en el Ejecutivo, un tipo al que considera su amigo desde que participó en su gobierno como asesor del canciller Alfonso Cabrera, un hombre “brillante, y absolutamente claro”, transparente en sus convicciones, un funcionario dialogante, pero con un proyecto en las antípodas del suyo. Es Antonio Arenales Forno. El secretario de la Paz.

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“Charles Maurice de Talleyrand Périgord ocupó, durante cincuenta años enteros, la escena de la vida pública, desde el día en que…”

Talleyrand revolucionario, de Louis Madelin.

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Antonio Arenales Forno, hijo de Jorge Arenales Catalán y Dora Forno Siguere, ocupó durante 30 años, sólo una vez interrumpidos, un espacio principal pero casi imperceptible de la vida política y diplomática de Guatemala. Desde el día de 1983 en que, todavía un joven que rozaba los 32 años de edad, cofundara la Unión del Centro Nacional, hasta las horas recientes de 2012 en que, ya entrando en la edad tardía, anunciara ante una Guatemala dividida que había disuelto la Dirección de Archivos de la Paz y semanas más tarde se plantara en Costa Rica frente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos para pedirle como representante del Estado algo de lo que como abogado estaba convencido: que debía declararse incompetente para valorar las masacres de 444 indígenas en Río Negro y que no está entre sus funciones tipificar crímenes o los delitos, decidir si hubo genocidio.

Su biografía no es una biografía heroica, es casi subrepticia. Ahora, como Secretario de la Paz, como uno de los asesores más influyentes del presidente Otto Pérez, ha emergido de ese segundo término en el que se deslizó durante años con maestría y astucia, y en este último mes ha disfrutado de una notoriedad, de un protagonismo político, de una fama tan expansiva, como los que nunca había tenido hasta la fecha.

Me recibió en su apartamento un miércoles reciente hacia el final de la tarde. A sus 61 años vive solo y su pelo algo despeinado, su bigote grisáceo, las cejas picudas o escépticas o permanentemente asombradas y sus facciones duras y erosionadas le imprimían, como me dijo una conocida suya, un lejano aire de Sean Connery poco risueño.

La casa era un conjunto abigarrado de muebles de maderas nobles, cuadros con escenas náuticas o abstractas, imágenes religiosas coloniales, esculturas de estilo clásico, fuentes y vasijas y utensilios de probable plata y algunos adornos que recordaban al cristal de Bohemia. La impresión general era la de estar entrando en una estancia pequeña de un museo privado con un propietario que si obtenía algún placer de las obras, no era el de explicarlas ni el de alardear de ellas.

Pese a su rutina de trabajo, que incluye dirigir la Sepaz y asesorar a Otto Pérez en materia de reforma constitucional, política antidroga y política exterior, el secretario parecía vivaz, no tenía aspecto de estar cansado, y antes de instalarnos en un par de sillas forradas en cuero mencionó sonriendo algo sobre mi origen y unos datos personales no muy conocidos y me dio la impresión de estarme diciendo “no vayas muy lejos, sé quién eres y a qué vienes, te tengo medido”, como si negociara un tratado de paz o marcara el terreno.

No me extrañó del todo. Para esos días yo había hablado o escrito ya a más de una veintena de personas que conocían al secretario de la Paz y me parecía probable que el mismo Arenales supiera en detalle, incluso antes de que yo se lo hubiera dicho al pedirle la entrevista, de qué se trataba el reportaje y que hubiera hecho sus propias averiguaciones. Quería conocer quién era, cómo pensaba, y cuál era su proyecto. Encontrarse por lo menos en igualdad de condiciones es un principio básico de la diplomacia y la política, de la negociación, a lo que se ha dedicado siempre.

Ya había además otra gente que estaba al tanto. Una noche antes, un célebre periodista multimedia me había telefoneado para preguntarme qué tal me iba con el abogado, me había asegurado con admiración que le parecía “probablemente el hombre más inteligente de este país” y, mitad burlón mitad en serio, quería quitarme la idea de que Arenales era el demonio encarnado, lo que según él yo sostenía. Al fin y al cabo lo que sucedía, sugirió, es que muchas de sus decisiones recientes estaban siendo malinterpretadas o manipuladas.

Antonio Arenales Forno había sido clave en la adhesión final de Guatemala al Estatuto de Roma y a la Corte Penal Internacional, había participado en los arreglos diplomáticos para el debate sobre la descriminalización de las drogas (intentó entibiar la iniciativa) y había ayudado a escoger los disímiles miembros del equipo de reforma constitucional. Pero si por algo estaba en boca de todos era porque hacía poco había anunciado el cierre de la dirección de Archivos de la Paz y eso había sacado a flote una entrevista de febrero en que se mostraba indignado por que se afirmara que en Guatemala hubo genocidio.

Años antes, Álvaro Colom fue uno de los presidentes que sostuvo que existió y pidió perdón a las víctimas. A partir de esa idea, Orlando Blanco, un activista de derechos humanos cercano a la guerrilla al que Colom nombró su secretario de la Paz, y su equipo, llevaron a cabo alrededor de 300 actos de dignificación y entregaron por primera vez los Q300 millones con los que se dota el Programa Nacional de Resarcimiento, crearon los Archivos de la Paz y comenzaron (y vieron cómo se truncaba) el proceso para desclasificar los archivos militares. Construyeron también un tenue discurso que intentaba superar la culpa o la brecha incluyendo símbolos como las banderas de los cuatro pueblos y la centroamericana al lado de la nacional o el son Rey Quiché en lugar de la marcial Granadera para las apariciones públicas del Presidente. Y, según me explicó Blanco, lo habían mezclado con la reivindicación de unas creencias, unos ideales, y unas víctimas en la estela de una época, la de la Revolución de Octubre de 1944, que habían sido proscritas del imaginario público por la derecha.

Desde la toma de posesión del general retirado Otto Pérez se supo que todos esos guiños simbólicos iban a desaparecer (“Este gobierno ni siquiera confronta la simbología del gobierno anterior”, me dijo Blanco con cierta molestia”; simplemente la suprime”) y quizá por eso, cuando se anunció la clausura de aquella dirección, se interpretó como una afrenta a la memoria histórica y como una forma de hacer desaparecer documentos fundamentales para entender la guerra y destilar responsabilidades.

Lo cual, según me había confirmado días antes el destituido responsable del Archivo, Marco Tulio Álvarez, ex combatiente del Ejército Guerrillero de los Pobres, de alrededor de 50 años, melena lacia, bigote recio, camisa de manga corta a cuadros abierta hasta el segundo botón, bolígrafo Bic, y un sencillo Samsung color turquesa, no era cierto.

Su unidad, explicó Álvarez, se había dedicado a sacar copias de los documentos de otras instituciones estatales como Gobernación, Bienestar Social, la Policía, el Ministerio de Salud o Fontierras, y había comenzado a organizarlas y a investigarlas, como hicieron con el Diario Militar, para comprender mejor lo que sucedió entre el derrocamiento de Árbenz en 1954 y la firma de la Paz en 1996.

Eso, según Álvarez, era lo que lo volvía grave: que los archivos existieran no servía de nada si no había alguien ordenándolos, estudiándolos y haciéndolos accesibles. Si se despedía al personal que había recibido entrenamiento para hacerlo y tenía experiencia, nadie más llevaría a cabo esa labor. Ni en la Sepaz, vaticinó Álvarez, ni en ningún lado. En ese sentido, insistió, era una afrenta a la memoria histórica.

Para Arenales lo grave no era eso. Al fin y al cabo, había otras cosas inaceptables: el desorden de Sepaz, los presuntos indicios de tráfico de influencias y malversación, pero, sobre todo, lo que el abogado ha llamado las “investigaciones judiciales” del Archivo de la Paz. “La parte que se refiera a investigar archivos militares para determinar responsables de violaciones de los derechos humanos, ni me compete ni la puedo hacer”, me dijo Arenales. “Ahora bien, si hubiera ya una certeza sobre la vigencia y los alcances de la amnistía, se puede hacer investigación histórica donde se analicen riesgos, responsabilidades y culpas. Porque no tendrá efectos judiciales”.

Le pregunté a Miguel Ángel Sandoval, un ex comandante guerrillero, si estaba de acuerdo con que había una contraofensiva en el campo de batalla de la Memoria o, como me lo describió la activista Helen Mack, “lo que nos estamos jugando es quién escribe la historia y cómo se escribe, y cómo se mantiene el establishment”. Sandoval, un hombre impetuoso y tajante, me respondió que no es la Memoria lo que está en debate. “Todos los datos confiables hablan de las matanzas que realizó el ejército. Los cementerios clandestinos que ya son públicos arrojan datos de su brutalidad”, dijo de inmediato. “La discusión está en opiniones personales: que si hubo genocidio o si sólo fueron masacres. Pero eso es folclórico. Eso que lo diriman los tribunales”.

Le cuestioné lo mismo a Edgar Gutiérrez, co-fundador de Avancso, coordinador general del REMHI, amigo de Arenales, canciller cuando éste era embajador en Washington durante el gobierno de Alfonso Portillo y miembro del equipo de reforma constitucional, y fue aún más categórico: “No. El cuco son los procesos judiciales por violaciones de los derechos humanos y del derecho humanitario internacional”.

Al fin y al cabo, lo inaceptable no tenía tanto que ver con la memoria histórica, es decir, con saber y no olvidar lo que ocurrió. Por eso, como me explicó un compañero suyo de gabinete, Arenales, sofisticado, nada torpe, reconoció los hechos ante los tribunales y ha ofrecido investigar sobre las víctimas. Lo inaceptable, le han oído decir ante algunos ministros y frente a Otto Pérez, que hace un mohín, es que haya casos abiertos y Ríos Montt esté procesado. Lo que es inaceptable, me dijo a mí, es que no se respete la amnistía que puso fin a la guerra.  “Yo sostengo que en Guatemala no hubo genocidio. Y yo defiendo la amnistía que negocié en la mesa, sin ninguna duda. Pero los juzgados resolverán en última instancia ambos asuntos”.

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“Tenía dos rostros… por lo menos.”

Talleyrand revolucionario, de Louis Madelin.

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El pensamiento de Antonio Arenales Forno en materia de propiedad o en materia de multiculturalidad toma la forma de un discurso ora infrecuente ora izquierdopolíticamentecorrecto.

En cierto modo, la calidad de hombre “ideal” para operar a favor de las industrias extractivas o de los grandes negocios que le atribuye Vinicio Cerezo encuentra correspondencias en sus inclinaciones y superficialmente no es del todo caprichoso porque el abogado ve en ello un paraíso de posibilidades económicas para el país.

Pero en el sentido más general y neoliberal, en la voluntad de debilitar el Estado, parece un misil que estalla en el objetivo incorrecto, un adjetivo fracasado.

No habla Arenales –no está en sus palabras– ni de incentivar la inversión relajando los impuestos ni del salvífico derrame de la riqueza.

De la lectura de un cuaderno de análisis, una conferencia y de algunas conversaciones con miembros del gabinete de gobierno, con el ex vicepresidente Eduardo Stein, con un ex presidente del Congreso  y algún que otro asistente a un grupo de debate en el que el Secretario participa, se extrae que en los últimos años el secretario de la Paz ha estado reivindicando ciertas ideas poco predecibles. Por ejemplo:

1.     Que el Estado debe ser socio de las empresas extractivas.

2.     Que se precisa empujar una reforma agraria y un impuesto caro a las tierras ociosas.

3.     Que los grupos de derechos humanos le deben al país una reparación monetaria porque, aunque no lo reconoce en público, opina que “están haciendo su agosto” y han roto el equilibrio de los Acuerdos de Paz.

4.     Que hay que reconocer los derechos indígenas en las leyes nacionales.

Dejando de lado los detalles, para explicar su doctrina sobre la multiculturalidad y el plurilingüismo se podría decir que según el abogado América Latina se divide en dos: la mestiza y la indígena. Junto a Bolivia, Perú, Ecuador…, Guatemala pertenece a la segunda. Ahí se origina el Gran Problema Nacional. O mejor dicho, no ahí, sino en un “ordenamiento político-jurídico que no reconoce esa realidad”.

“Yo creo que el problema básico es ése”, me dijo, “y nos tenemos que empeñar en reformar nuestro ordenamiento político-jurídico para que se adapte a la realidad nacional pluriétnica y multilingüe, que nos permita ese Estado de derecho absolutamente inclusivo. Allí es donde espero jugar un papel en la modernización del Estado”.

Si el problema básico era que el ordenamiento del país no se ajustaba a su naturaleza indígena, le hice notar que en el grupo de discusión del gobierno no hay un solo indígena.

–Es sólo un grupo pequeño preparando una propuesta –justificó. –Todavía hay que socializarlo con los pueblos indígenas, el sector sindical, el empresarial, el académico...

–Pero ante un diagnóstico tan claro es extraño que…

Justo aquel día se había reunido con la Academia de las Lenguas Mayas.

–He recibido propuestas. Guatemala necesita superar estas dosis de exclusión y racismo que hay en la sociedad. A mí me cae muy mal que se haya politizado el término “cohesión social” que es tan fundamental en términos de no discriminación, inclusión y eliminación de la pobreza extrema.

A mediados de los años 90, cuando Antonio Arenales Forno pertenecía a la comisión negociadora de la paz, se implicó sobre todo en dos de los acuerdos sustantivos: el de derechos humanos y el indígena.

En el primero, fue uno de los promotores de no reconocerle al MATADERO60/96 el nombre de conflicto armado no internacional, una voz cargada de connotaciones jurídicas, y sustituirlo por la idea más innocua pero, como él dice, semánticamente irreprochable, de “enfrentamiento armado”. De hecho, ya años antes, cuando aún se fraguaba la estrategia del Estado para la gestión internacional de la guerra él había tenido un papel estelar. Lo habían llamado a consulta y, en buena medida, de su respuesta dependía si lo de Guatemala –con los cerca de 200 mil muertos que después se calculó que hubo, y los desaparecidos, y los secuestrados, y los no nacidos– podía considerarse un conflicto armado de acuerdo con la ley internacional y por lo tanto merecería la llegada de la Cruz Roja y el Derecho Humanitario Internacional, o si por el contrario sería calificado como simples disturbios internos.

Él se plantó y fue un simple intérprete, como me dijo, de la definición (de la más restrictiva; pues hay otras) de conflicto armado: el enfrentamiento entre las fuerzas armadas de un Estado y grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, ejercen sobre una parte de dicho territorio un control que les permite realizar operaciones militares sostenidas. Fueron sus palabras, según él mismo:

-¿Tiene la guerrilla el control total de un territorio al que el Estado no puede entrar?

Un militar le respondió que no. Preguntó de nuevo:

-¿Existen frentes de lucha permanentes?

Oyó la misma contestación.

-Señores, siendo así, lo que aquí tenemos no son más que disturbios internos.

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“Habló de las penurias del Estado; como todos los que atacan el derecho de propiedad, lo declaró sagrado (es el abecé del oficio)”.

Talleyrand revolucionario, de Louis Madelin

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En el segundo acuerdo, en el indígena, avanzaba una convicción: había que reconocer que hay pueblos indígenas y eso implicaba que tenían derecho a decidir sobre sí mismos… “a través de los niveles adecuados de centralización y autonomía”.

“La forma natural de que los pueblos ejerzan el derecho a la libre determinación”, me explicó, “es dentro de un Estado. Cuando los pueblos tienen adscripción territorial, es posible determinar autonomías. Cuando no, lo que debe haber es un esquema de participación. Ese es el derecho a la libre determinación”.

Quise saber si ese discurso no chocaba con la posibilidad de decidir sobre su territorio. Arenales me contestó que lo que sucedía es que no hay territorios indígenas: “la riqueza natural es de todos”. El convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que regula las consultas comunitarias, obliga a que los pueblos invisibilizados sean tomados en cuenta, pero nada más. No implicaba tener la capacidad de decidir sobre un territorio, porque el ser un pueblo no supone necesariamente tener una adscripción territorial propia.

Eso era desde el punto de vista del derecho colectivo. Pero en términos generales, su pensamiento sobre la propiedad individual de la tierra es aún más concreto.

Se resume en que el aire, el subsuelo y la superficie terrestre le pertenecen al Estado y el Estado tiene la potestad de regularlos. La propiedad privada es sólo la forma en la que la tercera se gestiona.

“En Guatemala hay una norma constitucional que permite la expropiación por necesidad o utilidad, y la expropiación por tierra ociosa. ¿Qué fundamento puede tener esa norma constitucional si no es ese concepto?”, me dijo con franqueza en su apartamento de la zona 10 capitalina. “Los sistemas de propiedad o de uso y tenencia de la tierra lo que hacen es regular en el Estado el aprovechamiento del suelo y del subsuelo”.

Le parecía una obviedad decirlo. “Lo que pasa es que yo no le tengo miedo a la legislación. Existe en todos lados. Desde las ciudades más capitalistas a las más socialistas lo hacen. En el mundo capitalista, hay sistemas impositivos o regulaciones o incentivos que orientan el uso y la tenencia de la tierra. La propiedad privada es un sistema para el uso del territorio del Estado. Pero es un sistema. No es un derecho de propiedad frente al Estado. El Estado no sale y compra o vende territorio. El territorio está al servicio de la población del Estado”.

Le comenté que había visto a compañeros suyos sorprendidos por que él sostuviera que se necesita una reforma agraria en Guatemala, y eso me había llevado a imaginarme algo así como las reformas que había habido en Taiwán, o en Guatemala, o en otros lugares.

Sin inmutarse, replicó que lo que él entiende por reforma agraria no pasa por otro lado que por la regulación pero que tampoco descartaba algo mayor. Aunque creía que cualquier modificación era un tema tan delicado que no es algo que pudiera imponerse.

Minutos antes se había referido a la Reforma Constitucional, de cuyo grupo orientador él es un miembro prominente: ninguna de estas ideas sería incluida, ningún elemento demasiado controvertido trataría de negociarse en esta ocasión. Lo urgente era otra cosa: definir y consensuar los elementos precisos de los cuatro ejes que ya habían hecho públicos: seguridad y justicia, partidos políticos, controles y transparencia en el Estado, y el sistema fiscal. Nada que tuviera que ver con garantías sociales, incluyendo la propiedad de la tierra, sería materia de reforma.

Supuse que si de evitar polémica se trataba, en materia fiscal sólo abordarían la deuda y el gasto público.

–No, no –interpuso­. –Hay que tocar eso otro. En la Constitución hay una enorme cantidad de exenciones; hay impuestos y arbitrios que han podido o bien eliminarse unos o bien regularos de mejor manera en una ley ordinaria. Pero todas esas cuestiones hay que irlas aterrizando y socializando.

***

En un artículo sobre la creación de la CEH, la investigadora Amy Ross escribía:

“Incluso después de signar la Paz Firme y Duradera, en general se entendía que el proceso de negociación había fracasado al abordar las raíces del conflicto. Expertos de todo el espectro político reconocían los ‘problemas con la paz’”.

Antonio Arenales Forno, un ex diputado de la UCN y miembro autoproclamado de la oposición, declaró: ‘Lo que negociamos fue un alto el fuego más que la paz’. En opinión de Arenales, “el sector privado ganó la guerra”. Tras la Paz, el poder quedaba ahora en manos del sector privado, ‘que se beneficiará de todo este dinero extranjero además de que ya no tienen que pagarle al ejército. Atravesaron el proceso de paz sin que les subieran los impuestos’”.

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“No soy yo quien ha cambiado, sino el tiempo y las circunstancias.”

Talleyrand revolucionario, de Louis Madelin.

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Arenales Forno sonrió divertido. Parecía admitir que era cierto que su padre tenía el retrato de Mussolini colgado en la pared, detrás de su escritorio, y una fotografía de Hitler escondida en la gaveta, pero dijo en cambio que podría enseñarme una foto con Franco, aunque no lo iba a hacer. “¿Una foto de su padre con Franco?”, le pregunté. Me explicó que era una foto de su padre y de él y de otros miembros de su familia con el dictador que se había sublevado contra la II República española. Databa de la primera mitad de los años setenta, poco antes de la muerte del general, caudillo de un régimen que por aquel entonces mantenía relaciones diplomáticas con no demasiados países. Tras un intento de secuestro por parte de la guerrilla, Arenales Forno, formado con los jesuitas del Liceo Javier y de la Universidad Rafael Landívar, se había exiliado a España a estudiar en la Universidad de Navarra, del Opus Dei, que dio tantos tecnócratas franquistas. Y su padre, que hasta hacía poco había sido ministro de Gobernación y responsable de la policía judicial del presidente de ultraderecha Carlos Arana (y antes ministro de Economía y Trabajo de Carlos Castillo Armas), ahora estaba de visita en España como canciller. Franco había llenado de banderas de Guatemala todo el camino desde el aeropuerto hasta el lugar en que los recibió.

Aunque exceptuando a Zury Ríos y a Mario Taracena mis entrevistados se habían referido Arenales como un conservador casi radical, con tintes liberales en lo social, a principios de los ochenta él había sido fundador de la Unión del Centro Nacional. No quería alinearse, me había dicho, ni con la extrema derecha ni con la izquierda de la época. Le pregunté si no había tenido roces con su padre por motivos ideológicos y me respondió que apenas: no se podían medir aquellos tiempos de guerra fría con los estándares de éstos, y concluyó que la vieja derecha guatemalteca era fascista, mientras la de hoy es libertaria. Lo dijo sin mostrar predilección o admiración por ninguna de las dos.

–Y usted, ¿a cuál de las dos pertenece?

–Yo soy de centro. Mi forma de pensar no ha cambiado mucho desde la UCN y podría estar en cualquier gobierno que no se sitúe en los extremos.

Antonio Arenales Forno proviene de una cuna ilustre de esas cuyo nombre se enreda en los troncos antiguos de la política y la economía del país, de la aristocracia o la oligarquía. Hace tiempo que su apellido no es sinónimo de fortunas rutilantes o inmensas posesiones pero su linaje es el mismo que el de renombrados hombres de Estado, abogados influyentes, diplomáticos y algún que otro empresario. O está emparentado con varias de sus estirpes: los Urruela, los Skinner-Klee, o de manera más reciente y frágil, Castillo Sinibaldi.

Un tío suyo, Emilio Arenales, fue canciller y, sobre todo, presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1966. Otro, Alejandro Arenales, fue diputado del Congreso en los sesenta y Registrador de la Propiedad y Registrador Mercantil y también delegado de Relaciones Exteriores ante la ONU. En los años treinta, un Skinner Klee, Alfredo, intercambió con Reino Unido las notas que le permitieron al gobierno insular inscribir a Belice en la Liga de las Naciones. Hoy, primos, sobrinos y demás familiares ocupan puestos primordiales en embajadas primordiales sobre las que los clanes han cobrado, desde hace décadas, un derecho extraoficial, extraordinario y plenipotenciario de sucesión.

Su familia es mencionada, no como una de las principales, por Marta Casaús en su estudio sobre linaje y racismo en la élite de Guatemala.

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Lea las otras dos en "El conservador laberíntico" y "El abogado en la sombra". 

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