Durante los segundos que duró mi sorpresa repentina, al conocer las afueras de la escuela kaibil a través de una ventana, vinieron a mi cabeza caras pintadas de negro, expresiones rígidas coronadas por una boina roja, el aturdidor tableteo de las ametralladoras y un buen número de patojos enlodados, pecho a tierra, impulsándose a rastras con los talones, aprendiendo el oficio de máquinas implacables de la muerte. Cuántos de ellos —pensaba— serían patojitos reclutados a la fuerza, condenados a un lavado de cerebro probablemente irreversible: “Teníamos que comer animal crudo, matar gallinas por la cabeza, tomar la sangre, comer nuestros propios vómitos para no desperdiciar. Uno lo hace, pero no se acostumbra...”. (Testimonio de un exkaibil, recogido por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, CEH).
Este recuerdo me visitó el pasado martes 2 de agosto, que creo que puede calificarse como uno de esos momentos densos para la memoria colectiva: justo el mismo día en que se publica la entrevista en la que Eduardo Suger, candidato presidencial, esgrime argumentos negacionistas del genocidio y declara además que la escuela kaibil es una de las unidades del ejército que “más admira”, un Tribunal de Alto Riesgo condenó, en el marco del proceso penal por la masacre en el parcelamiento Dos Erres (ocurrida durante el gobierno de facto de Efraín Ríos Montt), a cuatro elementos de esta fuerza élite (aún hay 17 órdenes de captura pendientes) a una pena de prisión de 30 años por cada persona asesinada (6030 años), 30 años por delitos contra los deberes de la humanidad y seis años por hurto agravado (a uno de los condenados).
Es muy simbólica la concurrencia de estos dos acontecimientos en un mismo día. Las declaraciones de Suger, junto a la narrativa de la masacre de Dos Erres (caso ilustrativo No. 31, Informe CEH) que da origen a la sentencia, y que fue ejecutada precisamente por kaibiles, son como la yuxtaposición de dos fotografías de la misma historia, pero sin ninguna vinculación: “La escuela kaibil es una de las unidades que yo más admiro. Desde que trabajé en la Usac, empecé a educar al Ejército de Guatemala.// Todos los menores fueron ejecutados con golpes de almádana en la cabeza, mientras a los más pequeños los estrellaban contra los muros o los árboles, sujetándoles de los pies; luego eran arrojados al pozo// Yo le puedo dar mi opinión, no estoy a favor de juzgar, estoy a favor de ver qué prioridades tiene el país…// cuando el pozo estaba casi lleno (de cadáveres, después de la masacre) algunas personas seguían vivas y se levantaban tratando de salir pero no podían. Pedían auxilio y mentaban a Dios. Después, cuando lo estaban tapando, todavía se escuchaban quejas y llantos de las víctimas// Yo creo que el término genocidio no es aplicable al caso de Guatemala. Genocidio es lo que se dio en Alemania para exterminar a los judíos // Se podía ver cómo las golpeaban en el vientre con las armas (a las mujeres embarazadas), o las acostaban, y los soldados les brincaban encima una y otra vez hasta que el niño salía malogrado…”.
Hay dos cuestiones que creo que no deberían quedarse rezagadas en la valoración de este pequeño pero gigante paso para la justicia con las víctimas del conflicto armado: por un lado, que si bien los kaibiles merecen una condena como autores materiales de las atrocidades cometidas, ellos ejecutaban órdenes verticales recibidas de los altos mandos (quienes seguramente coincidirían con Suger en cuanto a la apología de los kaibiles y en cuanto a la opción de no juzgar sus actos) quienes no se vieron impelidos, ni a derramar su propia sangre, ni a mancharse las manos con la de los demás. No olvidar que si bien la materialización de los actos derivados de la escuela kaibil son escalofriantes, lo es aún más el haberse tomado el trabajo de concebirla y dirigirla como núcleo de una estrategia de producción de “máquinas de la muerte”.
Por otro lado, recordar que Dos Erres, en La Libertad, Petén, fue fundada en 1978 en el marco de una fuerte migración motivada por la búsqueda de tierra por campesinos y por efecto de la colonización promovida por la agencia gubernamental Fomento y Desarrollo de Petén (Fydep). Recordar que esa búsqueda de tierra no es algo para nada nuevo en los episodios de conflictividad que a día de hoy, con otros matices, siguen produciendo la muerte de campesinos en nuestro país. No olvidar que, aunque haya hoy una condena por una masacre ocurrida hace casi 30 años (y no sería raro que en algún momento se llevara a cabo algún acto público de “perdón”) simultáneamente, en los desalojos de campesinos en busca de tierra, se les sigue matando como productos desechables, como seres de segunda. Recordar que no hay diferencia entre esta consideración despreciable de la humanidad indígena y campesina, y la que hubo ayer durante el conflicto armado, o unos siglos antes, durante las “guerras justas” que los expropiaron de sus tierras. Hay nociones que parecen inmutables en el tiempo y nos pueden servir como luces interpretativas del presente. Sería un ciclo terrible que deban pasar otros 30 años para que se reflexione, se haga justicia, o “se pida perdón” por lo que está ocurriendo hoy, aquí mismo, por ejemplo, en los desalojos en el Valle del Polochic o en Santa Cruz Muluá.
Lo que ocurrió hace dos días es una radiografía, o a lo mejor una caricatura, que nos sintetiza: una sociedad que se empeña en negar hechos que caen por su propio peso, en olvidar sin haber entendido antes, en imponer un perdón protocolario y entacuchado como mecanismo de reparación, en negarse a sí misma cuando niega su historia. Una sociedad condenada a mantener sus problemas estructurales mientras siga aproximándose a ellos mediante la repetición de verdades oficiales, mientras no se atreva a mirarlos, pensarlos y entenderlos por sí misma.
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