Jamás habría resumido mis días con esas palabras, pero ella lo hizo a la perfección. Quien en menos de un minuto describió parte de mi vida es mi ahijada. El día en que nació, junto con su hermana gemela, yo cumplía 20 años. La primera vez que las vi reposaban en una incubadora. Eran miniaturas. Una era más grande que la otra. La hermana tenía el pelo café y dormía en completa paz envuelta dentro de una frazada. Mi ahijada, por el contrario, tenía el pelo rubio y pegaba de alaridos. A pesar del vidrio que nos separaba, sus gritos me alcanzaban, y yo me preguntaba cómo un ser humano tan pequeño podía ser responsable de tanto escándalo.
Parpadeo dos veces para verla mejor. Me cuesta creer que ahora usa rímel en las pestañas, que tiene Instagram, que se toma selfis, que habla de «juntes», y no de fiestas, y que pasa más de la mitad del día chateando con sus amigas. Ya tiene 15. Siento que no hace mucho estuve allí, atrapada en esa edad, haciéndome las mismas preguntas y trazándome la única meta que en ese momento me importaba: libertad, libertad y más libertad.
Tenía su edad cuando un día me levanté y decidí que quería dejar de esforzarme por lo que toda la vida se me había exigido: ser buena estudiante, ser ordenada, llevar el pelo arreglado, ser responsable, no mentir y ser siempre educada. «¡A la mierda con todo!», pensé y fui directo al supermercado a comprar una caja de tinte para pelo. Le pedí a una amiga que me lo aplicara. El tinte era tan negro que con la luz del Sol cobraba el brillo de un zanate. Aprendí a fumar, empecé a mentir para poder ir a fiestas y, con plena premeditación, me troné más de la mitad de las materias, lo suficiente para enfurecer a mis papás, pero no para perder el año. Me convertí en la peor pesadilla de ellos y con eso destruí la idea que por tantos años cultivaron: la de esa hija perfecta. Si algo debía quedar claro era que aquí de perfecto no había nada.
Fue la edad más dura de mi vida, la que más he sentido, la que más me ha marcado. Me preguntaba tantas cosas, y nada parecía tener respuesta. Me cuestionaba todo, desde por qué Dios me había colocado en la familia equivocada hasta por qué me había castigado con lo que parecían los pechos más grandes del mundo. En ese entonces, lo único que tenía sentido eran mis amigas, las que atravesaban por la misma crisis que yo.
Una revolución empieza en la adolescencia, nos cambia el cuerpo y algo desde muy adentro se enciende. Es una edad cruel en la cual la idea de la perfeccion se derrumba con el pasar de los días, y enfrentar la realidad nos pega una bofetada en la cara. Adiós a la familia perfecta, al papá héroe, a la mamá más linda del mundo, a las amistades impuestas y a la ingenuidad de la infancia. Damos el paso para convertirnos en hombres o mujeres, pero poco sabemos de la responsabilidad que implica serlo.
Parpadeo de nuevo, y sigue viéndome con esos ojos curiosos que tiene desde el día en que nació. Quiero decirle que no se deje impresionar por el orden de mi casa o por mi pelo bien arreglado porque un día fui como ella. Que cometí cientos de errores en el camino, los que fui enmendando con algunas buenas decisiones. Que no se deje influenciar por la belleza efímera. Que lea, que siempre estudie, que sea noble y amable y que sobre todas las cosas encuentre aquello que ama hacer, pues eso forjará el camino hacia su libertad. Que acepte su cuerpo con todo y sus imperfecciones. Que no se compare con nadie, que no pretenda ser más rubia ni más delgada ni tener la nariz más chata o las nalgas como las de Kim Kardashian. También le quiero contar sobre ese primer beso, el cual, en mi experiencia, no fue muy bueno; sobre el trago de más que tan solo me dejaba con goma moral; sobre esa persona que, aunque blindado el corazón, logró romperlo en mil pedazos; sobre esa amiga de infancia en la que pienso todos los días, pero que enterré a los 16 años; sobre las amigas que permanecieron, a quienes hoy me atrevo a llamar hermanas; sobre su mamá y su papá, que, aunque no le parezca, tan solo quieren lo mejor para ella.
Hay tanto que le quiero decir, pero las palabras se quedan atrapadas en mi garganta. Supongo que el camino es de ella y, aunque duro, solo espero que la haga fuerte, genuina, de corazón amable, paso firme y con la frente siempre en alto.
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