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Oswaldo Lem Pérez, muralista y pintor maya poqomchí, describe el conflicto entre el arte y los espacios disciplinarios

El artista a quien un coronel le dijo “el indio no debe tener talento”

"...siempre quise conocer las interioridades del ejército, la disciplina y el “lavado de cerebro” para llegar a ser muy obedientes."
"..Me sentía diferente, ya no estaba disfrazado, eso era para mí el uniforme militar."
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El artista a quien un coronel le dijo “el indio no debe tener talento”

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Oswaldo Lem Pérez no sabe de viajar lejos como sus obras exhibidas en Estados Unidos, España, Francia y recientemente en Brasil. Su historia, la del muralista y pintor maya poqomchí, describe el conflicto entre el arte y los espacios disciplinarios, y de cómo dentro de las filas del ejército enfrentó al coronel que figura en el caso de desaparición de Efraín Bámaca, mejor conocido como “Comandante Everardo”.

El nuevo coronel se dirigió al regimiento el mismo día que Oswaldo regresó de vacaciones en abril de 2003. Por entonces, sargento mayor especialista en la zona militar número 21 de Cobán, hoy Creompaz, en Alta Verapaz.

Durante la formación, el militar -zacapaneco- preguntó:

–¿Quién es el artista de las obras que están en la bodega? ­Que dé un paso al frente –y Oswaldo obedeció.

–¡Un enano!, ¡un indio!, ¡un tacuacín!, no puede ser artista –Oswaldo se contuvo.

–¡El indio no debe tener talento! ¡El coronel soy yo! ¡Nadie más aquí puede ser famoso! –Y giró su primera orden:

–Desocupen la bodega (repleta de pinturas de Oswaldo) y quemen todo –algunos soldados las querían para decorar sus casas, pero el coronel se negó.

–¡Lo que no alcancen a quemar se va a la basura!

El militar zacapaneco era Mario Ernesto Sosa Orellana. Sobre él pesa una denuncia del “Caso Bámaca” por la desaparición forzada, tortura y muerte de Efraín Ciriaco Bámaca Velásquez o “Comandante Everardo”, militante de la Organización del Pueblo en Armas (ORPA) durante el conflicto armado. Por este caso también se llegó a vincular al expresidente y general Otto Pérez Molina.

Hace 16 años de la escena que todavía perturba al artista.

Los ojos de Oswaldo se nublan y enrojecen. Un minúsculo brillo se asoma entre sus párpados. Sus dedos con restos de pintura blanca tientan inquietos el lápiz con que dibuja al compás de esta historia, compartida al final de una clase a los niños de Casa Hun Bat´z.

La escuela también es galería de arte donde exhibe sus obras y academia comunitaria de dibujo y pintura en San Cristóbal, Alta Verapaz, él la dirige desde hace dos años. Sus alumnos son niños y niñas de cinco a 14 años. Lo describen:

– ¡Ojos color café! ¡Piel oscura! ¡Muy paciente! ¡Usa lentes! ¡Es alegre! ¡Cariñoso y amable!

–Me van a chivear –dice el artista.

Oswaldo dibuja, pinta, escribe, canta, danza, hace teatro y resguarda antigüedades que le donan. Es un estudioso de la historia de su pueblo.

Al menos seis de sus piezas se exhiben fuera del país y otras cinco son portadas de libros como “Tras las huellas del puma” y “Rojizo amanecer”, resultado de investigaciones junto al antropólogo y etnohistoriador Ruud van Akkeren, acerca del origen e historia del pueblo Poqomchí, del cual desciende.

Como al coronel zacapaneco, sus manifestaciones artísticas disgustaron a más de uno por la crudeza y fineza con que plasma sobre sus lienzos la identidad, cosmovisión e historia de un pueblo que sufrió los vejámenes del conflicto armado interno. Al caminar por San Cristóbal, Alta Verapaz, se aprecian algunos de sus murales, “Juventud Coartada” es de los más controversiales. Lo llamaron “blasfemo” por representar a Dios cubriéndose los ojos ante las atrocidades que cometió el ejército contra el pueblo.

A los 17 años lo obligaron a integrar las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC). Era eso o terminar junto a otros jóvenes en alguna fosa en la zona militar. «Tenemos familiares que sufrieron mucho en ese tiempo por las masacres», recordó Cristina, su hermana menor.

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Oswaldo Lem Pérez, de 54 años, el séptimo de 13 hijos de una pareja de comerciantes y artesanos del maguey, toma un tiempo esa tarde lluviosa para conversar acerca de los días que espera no vuelvan.

El contenido de sus murales aborda la memoria histórica y el conflicto armado interno, ¿cómo lo toman los vecinos de San Cristóbal?

Complicado. La población critica porque piensa que debemos olvidar, pero la historia la debemos conocer. Me sucedieron algunos incidentes en la elaboración de los murales.

Con “Juventud Coartada” represento a un pueblo torturado por un soldado que en su vestimenta tiene el nombre de la zona militar número 21, ahora Creompaz. El soldado personifica al monstruo que fue el ejército en ese tiempo. Durante su elaboración me amenazaron dos señores, dijeron que ojalá lo hubiera hecho en los años ochenta porque ya no tendría los sesos en el cráneo. Eso fue grabado y denunciado por un medio alternativo. A mí no me intimidaron porque es parte de nuestra historia y fui parte de ella.

¿Cuándo empezó a tocar esos temas desde el arte?

Desde niño tuve esa conciencia, vi la desigualdad en la escuela. Mi condición de pobreza extrema era evidente, mi primer par de zapatos los tuve a los 16 años, eso me despertó. Empecé a involucrarme con grupos en la iglesia católica. De adolescente, junto a otros jóvenes aprendí sobre las condiciones sociales de países muy pobres como África, Asia e India. Eso me impactó. También conformé un grupo musical, “Los hombres de maíz”, una estudiantina estilo andino donde cantábamos de Los Guaraguao “Las casas de cartón” y “tío Juan”.

Así hasta trabajar en la fábrica de calzado Cobán a los 19 años. Ahí me di cuenta de la explotación. La necesidad de trabajar de la gente y solo esa única fuente de empleo seguro en el pueblo, y sigue siendo así.

–A esa edad leyó El Anticristo de Friedrich Nietzsche y El Capital de Karl Marx, libros brindados por sus amigos y que influenciaron su pensamiento. Oswaldo escribió un boletín sobre los sueldos bajos de la fábrica, y otras denuncias. A los 24 años lo ascendieron de puesto por sus habilidades contables. Cinco años después lo despidieron por instigar a la gente a pensar y prepararse teóricamente para organizar un sindicato de trabajadores. Jamás dejó de alzar la voz.–

«Me dijeron, “¡hasta aquí te aguantamos!”, me dieron cinco minutos para despedirme de mis compañeros y me sacaron escoltado del guardia». Su familia temió por su seguridad pues hablar de ello era prohibido y peligroso.

Al ejército, ¿cómo llegó?

En 1990, después del despido me ofrecieron la oportunidad de ingresar a la fábrica de municiones del Ejército en Cobán. Eran tiempos de guerra, pensé en mi seguridad.

Solicitaban a alguien con educación media y que practicara un deporte, yo era perito contador y al igual que hoy, practicaba el fútbol. Me costó mucho adaptarme a ese lugar y aunque mis ideales eran otros, mi necesidad económica era urgente. Además, siempre quise conocer las interioridades del ejército, la disciplina y el “lavado de cerebro” para llegar a ser muy obedientes. La curiosidad de cómo funciona ese gran aparato que hasta hoy es poderoso.

¿Tiene lugar el arte dentro del ejército? O mejor dicho, ¿cómo logró manifestar sus habilidades artísticas en ese espacio de disciplina?

En ese entonces la zona militar número 21 era un secreto de Estado, muy reservados con la información que manejaban. No había libertad para expresarse, era la regla.

Resistí por mucho tiempo la necesidad de expresarme artísticamente. Padecí mucha ansiedad hasta que años después en las celebraciones se realizaban concursos de canto, teatro y deportes. Me involucré en las artes, desde el teatro hice un guión. Esa fue la primera vez que se dieron cuenta de mi inclinación artística y me felicitaron.

Hubo un concurso de salutación en un certamen de belleza en la institución y gané el primer lugar. En San Cristóbal siempre ganaba los primeros lugares. Para el décimo aniversario (de la zona militar) se ordenó un concurso de dibujo para el logotipo de las invitaciones, gané el primer lugar. Se dieron cuenta que también le hacía al dibujo y a la pintura.

Entonces, sí valoraron esas iniciativas…  

Sí. ¡Ahí empezó el principio de mi fin!

–Al notar sus habilidades lo trasladaron a un taller técnico en donde fabricaba herramientas para la elaboración de repuestos de maquinaria con diseños artísticos. Se sorprendían de su trabajo, los altos mandos empezaron a tomarle aprecio. Lo observaban como a un ser extraordinario y diferente dentro de aquel grupo de sujetos uniformados. «Un podio falso, así lo veo ahora».–

Obtuve reconocimientos y muchos aplausos por mis creaciones, por esas habilidades en solo dos años me ascendieron al grado más alto al que puede aspirar un especialista (sargento mayor), eso empezó a molestar a muchos de mis compañeros que llevaban 10 años en el mismo puesto. Desde ahí empezaron a verme con malos ojos.

Llegó un coronel de apellido Salazar que admiraba mucho mi trabajo y me pedía cuadros de paisajes que además me pagaba. Ordenó que quien quisiera alguna de mis obras tenía que pagar por ella.

En 2000 llegó otro coronel de apellido Vega Alemán, que me apoyó mucho.  Era amante de los concursos de belleza y un día pidió una escenografía que impresionara a la sociedad de Cobán. Los dibujantes no tenían idea de cómo hacerlo por lo que me ofrecí de un día a otro. Parecía imposible, pero entre todos lo logramos, fue impresionante, realicé grandes pinturas movibles y llegaron a opinar que la escenografía era más bella que las concursantes (sonríe).

Empezaron a llover invitaciones y recorrimos municipios. Decían que el trabajo era sorprendente. Así fui teniendo más y más privilegios, comía y compartía en la mesa de los oficiales a pesar de ser un grupo muy cerrado. La molestia entre mis compañeros aumentó.

¿Se cuestionó sobre esos privilegios que alguna vez criticó?

Sí, fue confuso. Sentía que traicionaba mis ideales, pero nunca quise sentirme superior a nadie, siempre compartí con ambos grupos. Mis amigos empezaron a cuestionar mi pasado. Cometí el error de contar en reuniones de grupo mis ideas sobre la injusticia, cosa que nadie ahí sabía. Les compartí mi forma de pensar, algo que después utilizarían en mi contra. Me veían como un traidor. “¿Qué corona tenés?” me preguntaban, pues llegué a compartir mucho con los altos mandos.

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En 2001 apareció un documento (en el Ejército) en donde se exigía garantizar 11 puntos entre los que incluía un mejor trato personal, bienestar, sueldo puntual, transporte y uniformes para los elementos del ejército. Muchos fueron fuertemente castigados y rescatados un 24 de diciembre por personal de Naciones Unidas. Llegué a protestar por esa injusticia y empezaron a ver que alzaba la voz.

Cuénteme del día que el coronel ordenó quemar sus pinturas.

Ese fue un día muy intenso y grave. No quise botar ni una sola lágrima, me refugié y fui a respirar a donde nadie me viera. Me sentí impotente, pues tocó mi rebeldía escondida. 

El coronel (Mario Ernesto) Sosa Orellana siguió pidiéndome favores pues las invitaciones llegaban, pero como él mismo anunció que yo no debía tener ninguna fama, me negué por el mal trato que me dio. Dejé de expresarme. 

Las pinturas eran parte de mí, sentí mucho dolor. Las hice con mucha dedicación.

Luego siguieron los ataques, yo ya no estaba tranquilo, me hostigaban y vigilaban todos mis movimientos. Investigaron que en la fábrica anteriormente había sido despedido por protestar y ver por el bienestar del personal, me acusaron directamente del boletín encontrado tiempo atrás en la zona militar, cosa que esta vez no había hecho.  

Comenzó el gobierno de Oscar Berger y se mandó a reducir el ejército. El coronel Sosa Orellana aprovechó para sacarme. Me investigó y sus conclusiones fueron que yo era un comunista infiltrado, un revolucionario. No escribí ese boletín, solo mostré mi talento sin dañar a los demás.

Al final me obligaron a renunciar por ser una persona no muy grata. El coronel me dijo bajo amenaza que si no firmaba la renuncia iba a eliminar a mi familia y después a mí, porque no quería a nadie alzando la voz y cambiando la mentalidad a los elementos. 

En un momento me dijo “¡arrodillate!”, “pedime perdón y así no te vas”.

Al escucharlo pasó por mi mente la frase del Ché Guevara, la de no morir arrodillados, entonces tuve el valor de decirle a la cara que prefería irme que arrodillarme ante alguien que por tener un alto grado se siente superior a los demás. Ni con Dios lo hice, menos ante él.

Al enterarse de mi partida todos hicieron una valla para despedirme. Yo no pasé porque todo era una farsa. Caí en depresión por un tiempo, pero a la vez, al salir sentí una gran felicidad. Me sentí libre.

–El coronel Mario Ernesto Sosa Orellana fue integrante de la G-2, tenía denuncias por tratos similares en otros destacamentos militares. Según un reporte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) lo describe como un oficial de Inteligencia, y figura en el caso de desaparición forzada de Efraín Bámaca Velásquez, “Comandante Everardo”, dirigente campesino indígena durante la época del conflicto armado. En 2019 durante el período de elecciones generales, el militar retirado se postuló por el partido de la Unión del Cambio Nacional (UCN) en la segunda casilla al listado de diputados distritales por Zacapa. No ganó.–

Sanó, volvió a pintar, ¿cómo se reconcilió?

En 2004 la Secretaría de la Paz convocó a un concurso de pintura por el octavo aniversario de la Paz. Para liberar tensión de lo sucedido participé con la obra “Protagonistas de la Paz”. No fue seleccionada, pero fui invitado de honor en la exposición del Palacio Nacional de la Cultura. Fue una gran experiencia compartir con personajes de la política y el arte. Me sentía diferente, ya no estaba disfrazado, eso era para mí el uniforme militar.

El cuadro del mural lo compraron y se lo llevaron a Nuevo México (Estados Unidos), también fue portada del libro “¿Qué fue lo que pasó?” sobre lo ocurrido en el conflicto armado en San Cristóbal Verapaz.

En 2005 en esas presentaciones, me encontré con un oficial del ejército que me apoyaría para denunciar a Sosa Orellana por el agravio. La interpuse (la denuncia) ante la Procuraduría de los Derechos Humanos pero nunca hicieron nada, curiosamente el expediente se extravió. El caso llegó ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos con sede en Washington, pero solo dieron un mes para agotar recursos internos, algo imposible dentro de la justicia de Guatemala por tratarse de un oficial de alto rango. Fui a tantas instituciones, pero nadie me apoyó, ni mis compañeros, supongo que por miedo.

En 2007 fui parte del grupo de artistas indígenas para la dignificación de las artes. En 2009 presentamos un documento de políticas públicas para el desarrollo y dignidad de las artes indígenas, recorrimos el país y galerías, cumpliéndose así varios de mis sueños de infancia.

Desde ahí el arte me ha ayudado, es una medicina. Gracias a este grupo cambió el rumbo de mi vida. No debe quedar en el olvido todo lo que nos pasó. Hay que plasmarlo por medio del arte, en las paredes, en los libros, porque los gritos aún se escuchan, algunos lo ignoran, otros quieren olvidarlo, pero lo tienen en el corazón. Tengo la habilidad de expresarme y seguiré haciéndolo.

–«A él le gusta expresar las injusticias del pueblo y plasmar en las paredes lo que siente. Nosotros lo apoyamos», cuenta Cristina, su hermana.–

Una abogada me hizo comprender que puedo salir adelante con el talento que me fue dado, aunque yo nunca haya salido del país, mis pinturas ya llegaron lejos y eso es una gran satisfacción para mí, mi pueblo y mi familia. Todo eso me ha dado el arte.    

–La lluvia se aligera y la conversación termina. Oswaldo cierra las ventanas de Casa Hun Bat´z y apaga las luces. Al caer la noche termina sus tareas de pintura pendientes, y de nuevo se reúne con la familia para contarse su jornada.–

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