Como se recordará, en enero de 2011 estallaron las protestas sociales, mayoritariamente compuestas por sectores urbanos de clase media. La presión fue tanta que las élites económicas se unieron a ellas e hicieron de la demanda de democracia y de la ampliación de la participación política unas de sus principales banderas. El aumento acelerado de las protestas condujo a que el gobernante, para aplacarlas y salir bien librado, entregara el poder a su segundo, de modo que cambiando la cara no cambiara realmente nada. Eso los guatemaltecos lo vivimos de manera idéntica cuando Jorge Ubico entregó el poder a Federico Ponce Vaides. Sin embargo, eso allá, como aquí en su momento, no aplacó a los descontentos, quienes exigieron un cambio más profundo en la conducción del país, lo que condujo a que finalmente los militares tomaran el poder, convocaran a una constituyente y se realizaran elecciones para diputados y presidente. De nuevo la semejanza con nuestra Revolución del 44 es también mucha.
Hay que tener presente que el régimen de Mubarak no cayó porque un movimiento armado lo derrumbara, como fueron los casos de Cuba y Nicaragua en nuestro continente, o como consecuencia de la constitución de una fuerza política fuertemente crítica al sistema político imperante, como sucedió en Venezuela, Ecuador y Bolivia. En Egipto, como en Guatemala hace 69 años, un régimen despótico y tirano fue derrocado por la amplia alianza de sectores medios y altos con el apoyo de militares hasta ese momento progresistas.
Pero, a diferencia de lo que aquí sucedió entonces, allá también se incorporaron sectores rurales y semiurbanos largamente postergados y olvidados por las organizaciones políticas de corte occidental, liderados y motivados por sectores religiosos que, si bien aceptan la “occidentalización de la economía” (capitalismo), se oponen tenaz y radicalmente a la “occidentalización de las costumbres”, es decir, a liberar las relaciones sociales y ampliar la participación en el poder político. De esa cuenta, aliados de momento para derrocar al régimen pronto entraron en contradicción sobre el futuro del país.
Siendo mayoritarios, esos sectores ganaron no solo las elecciones presidenciales, sino también las legislativas, por lo que al asumir el poder comenzaron a modificar las estructuras de control político y social, lo que produjo, como es sabido, nuevos enfrentamientos, ahora entre los sectores progresistas y los conservadores. Aquí, de nuevo, una diferencia diametral con nuestro Octubre, pues acá la élite económica era conservadora y no consiguió ganar el poder en dos elecciones seguidas. Como estructura oligárquica se opuso a los proyectos modernizadores del modelo económico y, en alianza con los grupos conservadores religiosos, se movilizó y armó para, con el apoyo de la ya para ese entonces potencia hegemónica, dar al traste con el intento democratizador y modernizador del país usando como carne de cañón a los sectores rurales del oriente del país.
La experiencia egipcia es, pues, en este punto, marcadamente diferente a lo sufrido por nosotros. Allá ese sector altamente conservador ganó clara y limpiamente las elecciones, y si bien de inmediato se dispusieron a modificar las reglas del juego, el golpe de Estado ha venido a destruir lo poco que en la construcción del sistema democrático habían podido avanzar. Si aquí el golpe y la agresión internacional fueron contra los sectores progresistas y modernizadores, allá fueron contra los conservadores, pero los efectos políticos y sociales son los mismos: la democracia ha sido destruida y, como bien se ha vivido en el país, los daños son irreparables, no solo para el sistema político, sino también para el económico y social.
La democracia solo se construye si, sean cuales sean los resultados de una elección, todos los actores los respetan, permiten que los electos concluyan sus períodos y solo pueden ser reemplazados a través de eventos democráticos. Y, como cada vez está más claro, el capitalismo solamente avanza y se transforma si lo sostiene una democracia robusta.
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