Dicen que es importante recordar el pasado para no repetirlo, pero es que, parafraseando a Faulkner, el pasado no es pasado, no está muerto. Nuestra comprensión de lo que ha sucedido cambia no solo por los nuevos hallazgos o por la disponibilidad de documentos, sino también porque nosotros lo hacemos. Ningún pretérito sobrevive al implacable juicio del hoy. Y eso dice más de los juzgadores que de los juzgados, aunque no lo terminen de entender quienes pretenden quitar monumentos o cambiar nombres de calles. Lo mismo ocurre con las distopías, como en el célebre 1984 de Orwell, donde se plasman miedos de ese momento, y no los que están por venir aunque lleguen a ser premonitorios. El ayer y el mañana se citan en muchos lugares, uno de ellos nuestras instituciones educativas.
El mañana se aproxima con zancadas de gigante y no estamos preparados para recibirlo. Todos hemos escuchado que en los colegios y las universidades preparamos alumnos para profesiones que no existen y para otras que están por desaparecer. Lamentablemente, leo que una enorme mayoría de nuestros educadores en Guatemala carecen de los conocimientos para enseñar. Uno de cada diez llega a los 60 puntos de una prueba que no importa si reprueban. Como señala Verónica Spross, se trata de una ineficaz política de contratación que será necesario cambiar para que se coloquen los más capacitados. Sin embargo, el fondo del asunto puede ser el paradigma educativo que pervive desde la Revolución Industrial. Porque esos profesores, antes de ser profesores, fueron alumnos de un sistema que cíclicamente replica su propia degradación.
A ningún lector le costará recordar al profesor que acaparaba la clase con largas peroratas mientras él tomaba notas de manera pasiva, batallando contra el aburrimiento. En ese entonces se creía que educar consistía en transferir conocimientos del profesor a la memoria del alumno a través de la repetición y los estímulos adecuados. Luego se evaluaba la capacidad de reproducir lo retenido temporalmente sin verificar que hubiera permeado. En algunos lugares esto no ha cambiado. Ahora bien, imagínense que el profesor se enfoque en que los alumnos aprendan de manera activa a construir significados personales que la memoria no reproduce, sino reconstruye, integra y selecciona. Y que además entienda que la educación, más allá de los conocimientos, debe prestar atención a las capacidades de aprendizaje, a las competencias y a los valores personales. Hay ciertos paradigmas del ayer que estarían mejor sepultados en el olvido. Aprendemos, en sentido estricto, porque olvidamos.
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En una columna anterior centré la discusión en estrategias para combatir el analfabetismo funcional que recorre nuestras aulas entre alumnos y profesores. El alumno aprende cuando le atribuye significado a la información. De esta manera, la información se convierte en conocimiento que él mismo ha construido. Pero nada se crea de la nada. Todos los alumnos cuentan ya con representaciones de la realidad —esquemas mentales que provienen de la experiencia u otras fuentes— que hay que tener en cuenta. Para que el nuevo conocimiento logre enraizarse —sea más significativo, estable y funcional— debe aspirar a hacer conexiones con los presaberes almacenados en el cajón de la memoria. Muchos profesores no lo hacen. Probablemente porque consideran su materia como una parcela inconexa del resto y porque creen que, si se repiten y practican lo suficiente, los alumnos podrán incorporar esos nuevos saberes a su memoria permanente. Pero no es así. La memoria no es una reproducción fiel de la realidad, sino que la falsea, modifica y olvida durante la integración. Y lo hace porque es subjetiva, recuerda lo que le parece importante. Por eso siempre olvido el número de Domino’s Pizza al que llamo todas las semanas y no logro olvidar el de mi primera novia, con la que no hablo desde hace diez años.
Es importante entender que el proceso ocurre dentro del alumno, y no desde el profesor hacia el alumno. El profesor tiene que mediar entre lo conocido y lo que se está por aprender, y lo mejor es hacerlo a través de la problematización. La finalidad es que utilice y desarrolle funciones psicológicas superiores como la elaboración de conceptos y capacidades de aprendizaje como la lectura comprensiva y la escritura. No olvidemos que son jóvenes que tienen que experimentar, que tienen que emocionarse.
Tal vez si cambiamos de paradigma empecemos a romper el ciclo vicioso en el que nos encontramos.
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