El teólogo Hans Küng plantea, en el tercer volumen de sus memorias, la opción de asumir la muerte solicitando la aceleración médicamente asistida del fallecimiento. Lo afirma al constatar el avance de su enfermedad. Su testimonio está suscitando reacciones ambivalentes desde posturas a favor y en contra del ordenamiento jurídico despenalizador de la eutanasia. Las reacciones, tanto críticas como favorables, ante su manera de asumir el final de la vida, se han manifestado en forma de las habituales argumentaciones para proponer o para rechazar la legalización o despenalización de la eutanasia o el suicidio autónomamente solicitado, médicamente asistido y jurídicamente regulado.
Contra la opción planteada por el teólogo se ha argumentado: 1) desde algunas instancias religiosas, diciendo que no tenemos derecho a adueñarnos de la propia vida, violando una ley divina; 2) desde algunas posturas humanistas no religiosas, diciendo que la autonomía personal no justifica que renunciemos voluntariamente a la vida con una elección que implicaría la destrucción de esa misma autonomía.
Para apoyar la opción de Küng se ha argumentado: 1) desde algunas posturas religiosas, diciendo que tenemos derecho a ejercitar la libertad dada por Dios para decidir el cómo y cuándo del final de la vida; y 2) desde algunas posturas no religiosas, diciendo que el ejercicio de esa autonomía es un derecho humano inalienable.
Ninguna de estas cuatro maneras (religiosas o no religiosas) de argumentar, centradas en obligaciones y derechos, me parece suficientemente convincente. Además, la difusión mediática de estas cuatro argumentaciones fomenta en la opinión pública la impresión generalizada que identifica el rechazo de la eutanasia, como si fuera una señal de identidad religiosa, y su aceptación, como si coincidiese necesariamente con la actitud no religiosa o, incluso, antirreligiosa. Es decir, como si el rechazo o la aceptación fuesen cuestión de fe o increencia.
Para quienes hemos de gastar esfuerzos en la pedagogía para deshacer malentendidos sobre ética, esta mezcla y confusión de lo ético y lo religioso es preocupante, además de perjudicar con un flaco favor a ambas posturas, opuestas o favorables a la opción eutanásica.
Por supuesto, es elemental no confundir tres comportamientos completamente distintos: 1) el homicidio por compasión (llamado impropiamente eutanasia involuntaria, obviamente rechazable tanto legal como éticamente), 2) la legalización de la solicitud de eutanasia o suicidio asistido (como está en los ordenamientos jurídicos de Holanda, Bélgica o Suiza), y 3) la opción por asumir el proceso natural del morir y proteger la dignidad y autonomía de la persona moribunda: a) rechazando recursos médicos desproporcionados u onerosos para ella, b) concentrándose en los medios paliativos necesarios, y c) acompañándolos de cuidado humano apropiado.
Pero quisiera señalar otra confusión, que detecto en las reacciones suscitadas por las declaraciones de Hans Küng: hay quienes opinan que la opción de Küng es injustificable desde la fe, así como fundamentan el rechazo de esa opción como un deber impuesto por su fe.
Adelantándome a atestiguar que mi propia opción personal no es la del famoso teólogo, sino la del tercer caso antes citado, es decir, asumir la llegada de la muerte, sin exageraciones terapéuticas y con cuidado paliativo y humano, sin embargo, admito que también su opción es posible desde la fe.
Al tratar este tema, en las clases de ética, como cuestión de decisión humana razonable y responsable, presento al alumnado los ejemplos de cuatro clases de personas que hacen distintas opciones. Dos de ellas (una, no religiosa; otra, religiosa) optan por la eutanasia. Las otras dos (una, no religiosa: otra, religiosa) rechazan la opción por la eutanasia.
A (persona no religiosa): quiere ser coherente con su convicción de que es razonable y responsable pedir ayuda para determinar cómo y cuándo acelerar el final del proceso de morir en circunstancias penosas amenazadoras de su dignidad.
B (persona religiosa): está convencida en conciencia de que no contradice su fe en el Dios de la Vida la toma de decision personal acerca del momento de despedirse de esta vida y asumir la muerte que se aproxima como acto de confianza en la Vida de la vida. (Sería el caso del citado teólogo al solicitar ayuda para morir según lo legalizado en su país).
C (persona no religiosa): está convencida de que concuerda con su dignidad asumir la vulnerabilidad humana tal cual es, sin forzar la prolongación ni la aceleración del proceso de morir, sino dejándose llevar al mar del morir en que desemboca el río de su deterioro biológico y por eso no hace la opción por la eutanasia.
D (persona religiosa): se siente motivada, llamada o invitada por su fe (pero no obligada, ni por ley divina ni eclesiástica, ni por el argumento de que solo Dios sea dueño de la vida), se siente, digo, apelada a confiar en el misterio último que da sentido a su vida, dejar la determinaciónn del cuándo y el cómo de su final en manos de quien se la dio, y encomendar su espíritu confiadamente para “morir hacia la Vida de la vida”.
Reitero que mi propia opción personal es esta última (“D”), pero respeto y reconozco la validez razonable y responsable de las otras tres, no les impongo la mía en ningún caso, ni la impondría a la sociedad civil cuando esta debatiera en su día sobre la oportuna despenalización de la eutanasia.
Compartiendo la declaración, científica y teológicamente respaldada, del Instituto Borja de Bioética (Hacia una posible despenalización de la eutanasia, Barcelona, 2005), pienso que “lucidez y responsabilidad en el último acto de la vida pueden significar una firme decisión de anticipar la muerte ante su irremediable proximidad y la pérdida extrema y significativa de calidad de vida. En estas situaciones se debe plantear la posibilidad de prestar ayuda sanitaria para el bien morir, especialmente si ello significa apoyar una actitud madura que concierne al sentido global de la vida y de la muerte”.
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