De allí que las y los mexicanos acuñaran el término “dictablanda” para referirse al estilo dictatorial disfrazado de democracia, con la que el régimen se lavaba la cara internacionalmente.
En el caso guatemalteco, más que un juego de palabras, dictablanda o demodura puede ser un aporte del Gobierno actual a la evolución del español. Sus actuaciones a lo largo del primer año de gestión -como las del PRI en la vecindad-, han sido de tal naturaleza que en realidad perfilan un accionar en esa dirección.
Formalmente, Guatemala se rige por un sistema republicano de democracia representativa. Pomposo nombre para designar al sistema que hoy por hoy es responsable, entre otras bellezas, de la debacle institucional en el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Y en abono a la ruina sistémica, el actual Gobernante ha dado una jugosa tajada.
Al no saber operar en democracia y tener por costumbre de carrera el mando irracional, le resulta más práctico ordenar antes que pensar. De allí que tampoco le preocupen las formas o los procesos y mucho menos le importe si las decisiones adoptadas cumplen con los requisitos de ley.
Para muestra, tres botones. El primero es el acuerdo gubernativo 370-2012, cuestionado ampliamente por su dedicatoria de impunidad. Mediante una disposición legal desde la Presidencia, al amparo de las facultades que para gobernar otorga la Constitución de la República, emitió un acuerdo que pretende limitar la jurisdicción compulsiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Ni la convención de Viena, ni el tratado mismo de constitución de la CIDH suscrito y ratificado, fueron base de análisis para emitir una disposición que se pretendía hacer valer solo porque emanaba de la presidencia de la República. Es decir, la voluntad y la decisión (“el carácter” como le gusta decir al gobernante) de la cabeza del Ejecutivo, fueron la única razón (si es que existe tal), para intentar imponer límites al alcance jurisdiccional de la CIDH. Eso, sin contar que la prisa por sacar el texto dio paso a la publicación de una chambonada con un acuerdo que alude a un ente que no existe.
El segundo traspié lo constituye la pretensión de sustituir la cabeza de la junta directiva del ineficiente Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS). Algún listo le dijo al Gobernante que sí se podía imponer una decisión y ni lerdo ni perezoso, aduciendo que se hace a petición de los sindicalistas, decide nombrar un sustituto del delegado de Gobierno, pese a que al actual le faltan nueve meses en el cargo. No obstante las aclaraciones respectivas, el jefe del Ejecutivo insiste en que tiene la razón y que el actual delegado debe irse o en todo caso renunciar para que su delfín (el del Presidente) pueda asumir el puesto vacante.
Finalmente, el Fondo Nacional para la Paz (Fonapaz), entidad que ha brillado en el firmamento de la corrupción como maquinaria para el enriquecimiento ilícito de quienes la han dirigido. Según palabras del mismo Gobernante, Fonapaz no se arreglaba con el cambio de director y por ello tomó la decisión de clausurarlo. El Fondo será cerrado, el personal liquidado y, colorín colorado.
Ah, eso sí, el actual director, disciplinado miembro del Partido Patriota (PP), pasará a otro puesto en el Gobierno, como si no tuviera responsabilidad en la crisis de transparencia en Fonapaz. Ni las pilas, ni las láminas y otros insumos comprados con sobrevaloración, para citar solo algunos, bastan para considerar a este señor como impresentable. Más bien, protegido va a otro puesto desde el cual, con toda seguridad, también se engordará la bolsa propia y la de sus jefes.
En todos los casos, el gobernante se ha valido de facultades que le otorga la ley pero que las ha interpretado a su antojo personal para dar paso a decisiones arbitrarias. Es el uso perverso de los caminos de la democracia para disfrazar las actuaciones autoritarias no de un estadista sino de un dictador.
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