El texto, serio en sus fuentes y en sus aproximaciones, es un recuento histórico de la figura del Diablo, partiendo (en el caso del texto de Longinotti) desde el siglo XII hasta la modernidad. El recorrido histórico del texto centra su interés en Alemania, Países Bajos, Francia y norte de Italia. Su énfasis no es necesariamente una genealogía de la figura mítica del Maligno, pero sí un intento por proyectar la transformación de la imagen de Lucifer quien llegado el siglo XVIII es desplazado al nivel de transformarse en un simple daimón, un demonio personal. El texto de Longinotti muestra una clara mutación conceptual producto de la romantización natural del siglo XVII, la cual hace que el príncipe de las tinieblas se transforme en la simple representación de la maldad que todo ser humano lleva adentro.
El texto, entonces, pareciera transformarse en la historia del mal, del Mal personal y privado de cada ser humano.
Obras relacionadas a la figura del Diablo abundan, pero no todas son dignas de mención. Podría hablarse de Giovanni Pappini, cuya última obra precisamente se titula Diablo y, a diferencia de lo pensado, resulta ser una apología del inmenso amor Divino que incluso es capaz de perdonar la arrogancia de Lucifer. Podría también citar a Cesare Pavese y su obra de 1947 El diablo sobre las colinas. Podría, también, hacer referencia a producciones artísticas que son atribuidas a la influencia del Luzbel, destacando entre ellas la sonata en G menor para violín escrita por Guiseppe Tartini: Il Trino del Diablo. Mientras Tartini dormía, ese a quien también se le llamó estrella de la mañana tomó el violín en su manos y tocó una magistral pieza la cual Tartini supo reproducir en su totalidad cuando despertó de su sueño. Todo aquel que ha escuchado esta magistral sonata sabe muy bien que hay manos de ángel en su composición.
Pero retomemos el concepto banalizado del mal. No se trata únicamente de mostrar al estilo de Hanna Arendt que el Mal es banal. Se trata también de reconocer que el mal está en todos y que es parte de ese coqueteo con el lado oscuro. Pasando por figuras literarias como Lestat, hasta los íconos modernos de la trilogía Crepúsculo, hasta la música de grupos de rock como My chemical romance (canciones como Helena o The Black Parade) o las seis temporadas de Los Soprano devotas en su totalidad a normalizar la patología… por donde se vea, hay en el ser humano una apetencia por disfrutar de los placeres que la historia ha siempre atribuido al Maligno. En concreto los placeres del cuerpo, y por ello la demonización del cuerpo, y del cuerpo de la mujer, y en particular, de la mujer desnuda. No por nada aquellos rublos económicos a prueba de toda recesión son los más directamente conectados con la líbido. Basta con leer las historias que relatan la vida cotidiana en la ciudad veraniega romana por excelencia, Pompeya. Harían ver las vitrinas de Amsterdam como un jardín infantil. Representaciones de la maldad abundan, las fotografías de los campos de concentración nazi, los testimonios de quienes sobreviven los genocidios del nacionalismo serbio y las fotografías de las fosas inundadas de cuerpos inertes, los testimonios de quienes sobreviven los secuestros de migrantes en San Fernando.
Queda claro que el Mal está entre nosotros y nos acompaña a lo largo de nuestra historia, encarnado en algunos casos como perro, en otros como mujer, en otros como genocidio, en otros como piezas de arte sublime. O como noches de extenso placer orgásmico donde no hay ningún límite. Lucifer y Luzbel.
Queda claro también por qué para neoplatónicos como el mismo apóstol de los gentiles es necesario liberarse del cuerpo para contemplar las verdaderas esencias. Pero estamos en este mundo, y somos parte del mundo, en un cuerpo de placeres y de múltiples apetencias. ¿A quién servir?
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